LA CUEVA DE LA MORA #prisionero #amor #Leyenda #España #Navarra
Imagen de Christine Engelhardt en Pixabay
Cerca del balneario de Fitero, en Navarra, se alza una escarpada roca, cortada a pico sobre un profundo barranco, por cuyo fondo corren las aguas del río Alhama, abriéndose paso entre aquellas abruptas montañas.
En lo más alto, dominando el valle, se encuentran las minas de un antiguo castillo árabe, que edificaron sobre la roca viva. Antaño se erguía orgulloso, desafiando con su poderío a los cuatro vientos. Estaba rodeado de espesas murallas almenadas y su profundo foso, constituía una fortaleza inexpugnable.
A la orilla del río, y oculta por los espesos matorrales, hay una oquedad practicada en la roca, que es la entrada de una profunda y oscura cueva, tiene comunicación subterránea con el castillo. Todos los habitantes conocen su historia, que es la siguiente.
En tiempo de la dominación árabe en España, los cristianos hacían frecuentes incursiones contra los moros, y llegaban en ellas muy cerca del castillo.
En uno de esos encuentros se libró, cerca de Fitero, una reñida batalla. Cayó herido en la lid, después de defenderse valerosamente, un noble caballero cristiano, jefe de aquellas fuerzas, quedando prisionero de los infieles.
El cautivo fue conducido al castillo moro; allí se le encerró en un lóbrego calabozo, cargado de cadenas, dejándole abandonado hasta que se muriera. Con gran entereza sufría en su trágica soledad los malos tratos de sus guardianes. Pero habiendo sanado de sus heridas, fue rescatado por sus familiares a cambio de una cuantiosa suma de dinero.
De vuelta, con los suyos, fue recibido con grandes muestras de alegría por su liberación, aunque el caballero sentía una tristeza infinita.
Volvió a tomar las armas, y fue recibido con gran cariño por sus compañeros de batalla. Pronto quiso emprender nuevas expediciones contra los árabes, para aturdirse con el fragor de la batalla, porque sentía una pena profunda.
Había visto durante su cautiverio a la hija del alcaide moro de aquella fortaleza, una muchacha de maravillosa belleza, ante la que se había rendido su corazón, siendo para él este amor como una obsesión que le llevaba a la locura. Se convenció de que la amaba con pasión, y que sería más feliz en el lóbrego calabozo que separado de ella, ya que era inútil arrancarse aquel amor imposible.
Después de continuas noches de insomnio, decidió atacar la fortaleza y conseguir así a la doncella. Para ello, organizó una expedición, con el aparente intento de apoderarse del castillo y vengar los ultrajes allí recibidos en su cautiverio.
Todos sus compañeros secundaron su iniciativa. Rápidamente se ultimaron los preparativos. Una noche, asaltaron el castillo, lucharon ambas partes hasta que cayó la fortaleza en poder de los atacantes. En seguida pudieron notar los soldados que la causa de aquella expedición era la hermosa mora, que conquistada por el enamorado guerrero, se había entregado en sus brazos, hasta descuidar la defensa del castillo, dejando a sus tropas en grave riesgo de perecer.
Pronto llegaron numerosos refuerzos a socorrer al alcaide moro, y desde la atalaya, se divisaba una inmensa polvareda que avanzaba al galope, hasta cercar al castillo.
Sonaron los clarines de alarma; se alzó el puente; todos los soldados cristianos acudieron a defender sus puestos y los ballesteros coronaron las almenas. El caballero, separándose de la mora, se vistió su armadura y corrió a organizar la defensa.
Empezaron inmediatamente los asaltos, repetidos numerosas veces. Por último los moros, convencidos de lo estéril de la lucha, decidieron sitiar por hambre la fortaleza.
Durante bastante tiempo resistieron aquellos valerosos soldados el hambre cruel, dispuestos a morir antes que entregarse. Al fin, un ataque por sorpresa de los sitiadores dio origen a una encarnizada lucha, en la que murió gran número de cristianos, cayendo también herido su efe, que defendía la entrada del castillo.
Al verle herido, corrió la mora hacia él, y arrastrándolo como pudo hasta el patio de armas, mediante un resorte, levantó una gran losa, que dejaba abierta una entrada subterránea, y con su amante desapareció por ella, cerrando la losa detrás de ellos.
Por aquellos corredores subterráneos continuó con su carga, hasta llegar a la cueva de la orilla del río. Allí colocó suavemente al herido, que empezaba a recobrar el conocimiento. El caballero sentía una sed ardiente y ella, para aplacarla y lavar sus heridas, se decidió a salir al río por agua. Tomando el casco del guerrero y abriéndose paso entre los zarzales de la entrada de la cueva, llegó hasta el río, donde recogió agua en el casco. Se disponía a volver, pero en ese momento fue herida por una saeta disparada desde el castillo por un guerrero moro.
Herida de muerte, pudo llegar la mora hasta la cueva, llevando el agua para el caballero, que ante su cercana muerte, elevaba su corazón a Dios pidiendo perdón por sus culpas. Al verla a ella herida, quiso que invocara también a Dios, pero sus labios no se movieron, porque cayó muerta sobre él, mezclando su sangre con la del caballero, que empapaba la losa de la cueva, mientras ellos iban quedando pálidos hasta parecer dos estatuas de mármol.
Después de una lucha terrible, el castillo había caído en poder del jefe moro y se buscaba entre los muertos al guerrero cristiano. Un soldado moro fue el primero en descubrir un rastro de sangre en la orilla del río, y siguiéndolo penetró en la cueva, en la que encontró los dos cuerpos inanimados del caballero y de la mora, yaciendo juntos, mientras sus almas vagaban por los altos espacios.
Todos sus compañeros secundaron su iniciativa. Rápidamente se ultimaron los preparativos. Una noche, asaltaron el castillo, lucharon ambas partes hasta que cayó la fortaleza en poder de los atacantes. En seguida pudieron notar los soldados que la causa de aquella expedición era la hermosa mora, que conquistada por el enamorado guerrero, se había entregado en sus brazos, hasta descuidar la defensa del castillo, dejando a sus tropas en grave riesgo de perecer.
Pronto llegaron numerosos refuerzos a socorrer al alcaide moro, y desde la atalaya, se divisaba una inmensa polvareda que avanzaba al galope, hasta cercar al castillo.
Sonaron los clarines de alarma; se alzó el puente; todos los soldados cristianos acudieron a defender sus puestos y los ballesteros coronaron las almenas. El caballero, separándose de la mora, se vistió su armadura y corrió a organizar la defensa.
Empezaron inmediatamente los asaltos, repetidos numerosas veces. Por último los moros, convencidos de lo estéril de la lucha, decidieron sitiar por hambre la fortaleza.
Durante bastante tiempo resistieron aquellos valerosos soldados el hambre cruel, dispuestos a morir antes que entregarse. Al fin, un ataque por sorpresa de los sitiadores dio origen a una encarnizada lucha, en la que murió gran número de cristianos, cayendo también herido su efe, que defendía la entrada del castillo.
Al verle herido, corrió la mora hacia él, y arrastrándolo como pudo hasta el patio de armas, mediante un resorte, levantó una gran losa, que dejaba abierta una entrada subterránea, y con su amante desapareció por ella, cerrando la losa detrás de ellos.
Por aquellos corredores subterráneos continuó con su carga, hasta llegar a la cueva de la orilla del río. Allí colocó suavemente al herido, que empezaba a recobrar el conocimiento. El caballero sentía una sed ardiente y ella, para aplacarla y lavar sus heridas, se decidió a salir al río por agua. Tomando el casco del guerrero y abriéndose paso entre los zarzales de la entrada de la cueva, llegó hasta el río, donde recogió agua en el casco. Se disponía a volver, pero en ese momento fue herida por una saeta disparada desde el castillo por un guerrero moro.
Herida de muerte, pudo llegar la mora hasta la cueva, llevando el agua para el caballero, que ante su cercana muerte, elevaba su corazón a Dios pidiendo perdón por sus culpas. Al verla a ella herida, quiso que invocara también a Dios, pero sus labios no se movieron, porque cayó muerta sobre él, mezclando su sangre con la del caballero, que empapaba la losa de la cueva, mientras ellos iban quedando pálidos hasta parecer dos estatuas de mármol.
Después de una lucha terrible, el castillo había caído en poder del jefe moro y se buscaba entre los muertos al guerrero cristiano. Un soldado moro fue el primero en descubrir un rastro de sangre en la orilla del río, y siguiéndolo penetró en la cueva, en la que encontró los dos cuerpos inanimados del caballero y de la mora, yaciendo juntos, mientras sus almas vagaban por los altos espacios.
Desde entonces se ha visto varias veces salir de la cueva una hermosa doncella vestida de blanco, que con una jarra en la mano se dirige por agua al río, y con la jarra llena regresa a la curva donde está su mansión. Todos los habitantes de la comarca creen que es el alma de una mora, la hija del alcaide de aquel castillo, y nadie se atrevería a penetrar en la cueva.
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