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Junto a la torre de Hércules hay una playa en la cual las olas han ido socavando la base de algunos de sus parajes rocosos y formando como cuevas naturales que se creían viviendas de las brujas de la torre. Se creía que celebraban en ellas sus aquelarres y que desde allí dominaban toda la comarca.
Ciertos hombres del pueblo aseguraban que en las noches sombrías se las veía saltar por entre los peñascos con teas de resina encendidas y que se escondían en las cuevas. Todo el pueblo creyó a estos hombres, que no eran más que contrabandistas deseosos de que aquellos lugares estuvieran solitarios, para ellos trabajar mejor en sus ocupaciones clandestinas.
Los contrabandistas se pusieron de acuerdo con un clérigo de mala conducta y junto con él decidieron explotar la credulidad de algunos infelices. Varios de estos hombres confiados le acompañaron una noche a las cuevas, con la esperanza de poder contemplar en ellas un aquelarre de brujas y al demonio en persona iniciando estas lúgubres fiestas.
Aun cuando el espíritu del mal no acudía al llamamiento, no por eso las gentes se desanimaron. Iban, noche tras noche, confiando en el cura, esperando poder verlo cara a cara alguna vez.
Para que acudiese el diablo era necesario degollar una gallina negra, cuya sangre iba cayendo gota a gota sobre una hoguera, y agitar en el aire una vara de ciprés cortada del árbol por una muchacha soltera de no más de quince años.
Una noche en que todas estas crédulas gentes se hallaban en las cuevas esperando al demonio y a su cortejo de brujas, los contrabandistas, de acuerdo con el cura, cayeron sobre ellos, y fue tal la lluvia de estacazos, que quedaron medio muertos y fueron desposeídos de todo lo que llevaban.
Desde aquel día, las gentes de La Coruña, según dice la leyenda, han dejado de creer en brujas y menos aún que la torre de Hércules sea el centro de todas las brujas de España.
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