LA MISA DEL CURA DE BENASQUE #leyendas #aragon #almas
En la montaña se tiene un gran respeto por las almas de los difuntos que todavía están en su entorno, sin llegar a irse al cielo (almetas); pues pueden aparecerse y pedir oraciones que necesitan o cuestiones pendientes, y aunque no lo pretendan, pueden causarnos miedo, por lo que, cuando una persona muere en su cama, se abren de par en par las ventanas y balcones de la casa, para que salgan las almas, y vuelven a cerrar después, para que no vuelvan a entrar; tapando los espejos, para evitar que su imagen quede enredada entre ellos y no termine de desaparecer.
Muchas veces el ama de casa, por la noche, después de limpiar las legumbres para la comida del día siguiente las deja en un montoncito encima de la mesa. Y dicen, que a la mañana siguiente, al volver a la cocina, se encuentra a veces con tres, seis o nueve ( judías por ejemplo) separadas del montón.
Y esto se repite una y otra vez hasta que al fin cae en la cuenta de que se trata de la petición de alguna almeta que de esa manera pide que se digan por ella tres, seis o nueve misas. Cuando se cumplen sus deseos todo vuelve a la normalidad.
Bonita donde las haya, Benasque. El dédalo empedrado de callejuelas estrechas y retorcidas presta a la villa un encanto particular al mismo tiempo que la sumerge en un hechizo nostálgico de siglos pasados, cuando la envuelve las brumas.
Llovía aquella madrugada de abril. La obscuridad era total en las calles y solo muy de tarde en tarde, un hachón encerrado en su fanal de cristal derramaba una tenue claridad en alguna encrucijada difuminando las esquinas y portales. Silencio martilleando por las canaleras de los tejados que arrojaban sus riachuelos a la calzada para que ella los engullera en sus alcantarillas.
Como una sombra encogida y deslizante, doña Piar, debajo de su paraguas mucho más grande que ella, acudía a la iglesia. La hora era inusitada y se preguntaba si ya estaría abierta la cancela exterior.
La dula, que siempre era la madrugadora, acababa de recoger los animales del lugar para llevarlos a pastar y seguro que nadie más se había movido de su casa.
Doña Pilar (de casa Agustina) enlutada y encogida por el frío y los años había llegado a la iglesia (ya abierta) con su pasito menudo y constante. Entró en el templo, tomó agua bendita con la puntita de su guante y se santiguó. Como de costumbre, echó una moneda en el cepillo de las ánimas y se dirigió a su reclinatorio en la parte delantera de la iglesia.
Ya estaba el sacerdote en el altar. Doña Pilar lo observó atentamente. No se parecía en nada a mosén Francisco, de espaldas como estaba. Este parecía mucho más alto y la casulla morada le colgaba lacia como si fuera una percha. Pero ella siguió atenta a la ceremonia sin darle mayor importancia. En cuanto el celebrante se volvió de cara hacia ella para saludar con su "Dóminus vobiscum", un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal y la pobre señora cayó desmayada al suelo.
Como no había ninguna otra persona para escuchar la misa, el cura no pudo continuar la ceremonia. Volvió a plegar los corporales, recogió todo y se volvió lentamente a la sacristía, sin ayudar a la señora caída. Un par de horas más tarde la encontraron todavía en la misma postura, la ayudaron a volver en sí y la acompañaron a su casa.
La pobre señora estuvo desquiciada durante días y días. No hablaba con nadie. No hacía más que rezar y su mirada estaba siempre como ausente y enloquecida.
Los criados le preguntaban la causa. Pero ella no soltaba prenda.
Al final y ante la insistencia de su servicio, porque andaban todos preocupados, se decidió a compartir su secreto y su angustia. Aseguró que el celebrante de aquella misa temprana tenía una voz cavernosa, como de ultratumba y que al darse la vuelta para el saludo vio que era un esqueleto en plena descomposición.
Ya había vuelto casi a la normalidad, cuando otro día, mucho antes de amanecer volvieron a tañer las campanas para la primera misa. Pero doña Pilar no se atrevió a acudir a ella. Antonio, uno de los criados, decidió hacerlo por ella para poder comprobar las cosas personalmente y poder tranquilizar a su señora.
¡Pobre Antonio! ¡Jamás lo hubiera hecho! También él junto con dos abuelicas que habían acudido al Santo Sacrificio, contempló el mismo espectáculo que doña Pilar. Y menos mal que no se encontraba solo en aquel momento. Los tres huyeron despavoridos. Pronto se divulgó la noticia por todo el pueblo. La gente estaba sobrecogida y hasta el dulero se negó en redondo a salir de casa a aquellas horas. Era el tema de todas las conversaciones en el pueblo, haciendo mil cábalas.
Pero una cosa estaba clara; todo el mundo se acostaba con el miedo en el cuerpo, atrancaba las puertas y ventanas y se dormían con el temor de escuchar la campana de la iglesia.
Solamente don Roque, conocido por todo el mundo por su piedad y su temple sereno de montañés parecía mantener la calma y dio su interpretación más aceptable:
-Seguro que se trata de un alma en pena que necesita una misa para encontrar su descanso eterno.
Y decidió que acudiría a la misa en la primera ocasión que convocara la campana a aquellas insólitas horas. Varios vecinos más, animados por su entereza, decidieron unírsele.
La ocasión no tardó ni dos semanas. Y allí acudieron los animosos vecinos. También llegaron cuando el cura estaba ya en el altar. Escucharon petrificados los latines litúrgicos que parecían salir de una cueva profunda. Con las manos crispadas y agarradas en el apoyadero de los bancos aguantaron hasta el primer "Dóminus vobiscum"
Y ya no pudieron más. La dantesca visión del esqueleto diciendo misa les heló la sangre en las venas y en cuanto pudieron mover sus miembros escaparon de la iglesia.
Solo don Roque continuó rezando con toda su alma. Al "orate fratres" sintió que se le doblaban las rodillas; le parecía que el muerto le acariciaba desde las cuencas vacías de sus ojos.
Pero él aguantó hasta la bendición y el "ite missa est".
El cadavérico celebrante cerro el misal en el altar, se inclinó profundamente y desapareció por la puerta de la sacristía.
Don Roque continuó rezando un rato con profundo fervor y al final también salió de la iglesia.
Y, cuenta la leyenda, que desde aquel día, jamás las campanas volvieron a romper el silencio de la madrugada benasquesa.
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