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EL SACRIFICIO DE LOS OJOS #LEYENDA #INDIA #intención #cariño

 


Imagen de Gerd Altmann en Pixabay 


Hace miles de años existió un jefe que se pasaba la vida cazando de tal manera que los bosques repetían el eco de sus jaurías y de sus conchas de caza.  Era un adorador del Subrahmanian, la divinidad del Sur; sus ofrecimientos eran bebidas fuertes y carnes de los animales que caían bajo sus lanzas.  Tenía un hijo llamado el Fuerte y le llevaba siempre consigo en sus excursiones de cacería, y según dicen, le educó como al cachorro de un tigre.

Llegó el día en que el jefe envejeció y entregó el mando de su tribu a su hijo.  El Fuerte también se pasaba los días cazando.  Un día, un jabalí que habían aprisionado en sus redes se les escapó a los cazadores.  El Fuerte, acompañado de dos de los más valientes de la tribu, salió en persecución de la res huida, y después de una marcha fatigosísima, alcanzaron al jabalí.  El Fuerte, de un solo lanzazo mató al animal, y se propusieron descansar en el mismo sitio donde lo habían matado, después de asar la parte conveniente de carne para reponer sus agotadas fuerzas; pero vieron que no había agua, y el Fuerte cogió al jabalí, como si hubiera sido una pluma, y partió con él y sus acompañantes en busca de una fuente.

Al poco rato de caminar llegaron a la montaña sagrada de Kalaharti.  Uno de los criados señaló la cúspide de la montaña donde se veía la imagen de un dios con el peto enmarañado.  "Acerquémonos a orar", dijeron.  El Fuerte volvió a coger el jabalí a cuestas y prosiguieron el camino.

A medida que iban ascendiendo el jabalí pesaba menos y menos.  El cazador, extrañado ante semejante milagro, depositó el jabalí en el suelo y salió corriendo para averiguar la causa.  Poco tardó en llegar a un lingam de piedra, cuya parte superior representaba la cabeza de un dios.  Nada más llegar, la efigie le habló al corazón, y el fiero cazador no pensó más que en adorar a la imagen, abrazándola como una madre hace con su hijo después de una larga separación.

Uno de los criados que le acompañaba le dijo que seguramente lo habría hecho un viejo brahmán que vivía allí desde el tiempo de su padre.  Al Fuerte se le ocurrió que quizá pudiese él, ponerse al servicio de los dioses y especialmente de ése.  Llegó hasta tal punto, que no podía abandonar la imagen.  Volvió corriendo al campamento, donde cogió un trozo de carne, que él miso probó primero, para ver si estaba bien condimentada, y tomando un buche de agua, volvió corriendo adonde estaba el lingam, al cual ofreció la carne y roció con el lagua que llevaba en la boca.  Pasó toda la noche de guardia delante de la imagen, con sus armas preparadas.  A la salida del Sol partió en busca de nueva caza para ofrecerle nuevas carnes a la imagen.

Mientras tanto, el brahmán volvió a su altar para hacerle al dios sus sacrificios acostumbrados, sorprendiéndose cuando vio que su altar había sido sacrílegamente tratado y que un desconocido había depositado carne de animales salvajes y lo había rociado con agua sucia.  Era conocido que Shiva no aceptaba más sacrificios que los de flores silvestres y agua purificada.  El pobre brahmán no acertaba a comprender quién podía haber hecho aquello.  

Lavó la imagen con gran esmero, puso su corona de flores sobre la cabeza del dios y le dio agua purificada del Ganges.  A la noche siguiente ocurrió lo mismo.  El Fuerte llegó y le puso la carne de un ciervo y lo roció con agua que traía en su propia boca.  Esto siguió durante varios días.



Entretanto, el padre mandó mensajeros a su hijo para que volviese a su casa; pero éste no hacía ningún caso de los emisarios, siguiendo en su culto a la efigie del dios que él desconocía.  El brahmán al ver que los sacrilegios no paraban, se postró en el suelo y pidió a Shiva le explicase el origen y el porque de semejantes barbaridades.  Shiva se le apareció diciéndole:

-¡Oh brahmán santo!  tienes que saber que es más importante el espíritu con que se hacen las cosas que el rito.  Escucha: el cazador que viene aquí es un hombre ignorante de las selvas, y estos sacrificios que él pone a mis pies todos los días son llevados a cabo con el máximo cariño.  Él no sabe que es contrario a mis gustos el ofrecerme carne de animales y agua traída en su propia boca, y como no lo sabe, yo acepto sus sacrificios como si fuesen los más puros.  Si esta noche esperas aquí conmigo, te demostraré lo que llamo amor.



El brahmán se quedó son Shiva, y efectivamente, el cazador llegó con la carne de un faisán y después de orar delante de la imagen, le ofreció sus sacrificios.  Shiva que todo lo podía hizo que la sangre brotase del ojo derecho de la imagen.  El cazador al ver que la sangre le goteaba por la cara, se acercó y le preguntó quién le había herido en su ausencia y partió veloz como un rayo para ver si encontraba al malhechor.  Al no encontrarlo, volvió cuando el Sol salía, con un montón de hierbas medicinales, y con ellas trató de parar la sangre que seguía brotando, pero fue inútil.  

El pobre hombre estaba asustado de ver cómo la sangre seguía saliendo, y entonces se acordó de que una vez un santo le había dicho que muchas heridas no se podían curar más que con el sacrificio de la misma parte interesada.  Sin pensarlo más tiró de su cuchillo de monte y se extirpó un ojo, poniéndolo sobre el ojo de la imagen que sangraba.  Inmediatamente el ojo cesó de sangrar, pero a continuación el otro sangró a su vez.  Por un momento el joven no sabía que hacer; pero sin titubear más procedió a sacar el segundo ojo propio, después de haber apoyado el pie contra la imagen, para no perderla.  Shiva, cuando vio esta abnegación, paró el brazo del cazador diciendo:

-Es bastante; desde ahora vivirás conmigo en Kailas.



El brahmán también comprendió que el cariño con que las cosas se hacían era superior a la manera de llevar a cabo el rito y modificó sus costumbres, dándole menos importancia al culto y más al corazón, que, al fin y al cabo, es lo que los dioses, y sobre todo Shiva, agradece.










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