LAS DOS VICTORIAS #Leyenda #España #emponderada #entrenada
En la actual calle de Valverde, antes de las Victorias, existía un hermoso palacio de anchos muros y aspecto señorial, cuyo escudo de la portada reflejaba su noble abolengo. Habitaba en él don Juan de la Victoria Bracamonte, noble acaudalado caballero, prototipo de varones ilustres y virtuosos, cuya rectitud de conciencia se reflejaba en la serenidad de su rostro y en su mirada.
Vivían con el dos nietecitas huérfanas, que eran educadas por su abuelo, en este ambiente de rectitud y acentuada religiosidad. Llegaron a ser dos muchachas de virtud ejemplar y gran piedad, a la par de gran belleza y discreción, siendo por todo esto un conjunto de perfecciones y de encantos.
El abuelo murió con la misma tranquilidad de espíritu con que había vivido; quedando solas las dos nietas, en su vida recatada. No pudieron evitar que cuantos las vieran se quedaran admirados por su belleza, cuya fama trascendió por toda la villa, llamando a las muchachas las dos Victorias, que dieron nombre a la calle que habitaban.
Deseoso de contemplarlas, consiguió ser presentado a ellas Jacobo de Gratis, conquistador y calavera, de arrogante figura y gran distinción, de irresistible atractivo en sus galanteos, cuyos éxitos amorosos se comentaban en los aristocráticos salones madrileños, Jacobo quedó extasiado de la hermosura de las dos Victorias, y se dedicó a cortejar a una de ellas con toda la vehemencia de su impulsivo corazón, sitiando a la muchacha con sus ardides, pero sin conseguir que se le rindiera.
Empleó todos los medios de seducción imaginables que le proporcionaba su gran experiencia e inmensa fortuna, pero todo fue inútil ante aquella mujer inflexible. Jacobo no se daba por vencido, y dominado por una presión frenética, cada vez era mayor su empeño en conquistar a aquella mujer, que se le resistía...
Y una noche en que, como de costumbre rondaba la casa de su dama, vio salir de ella dos sombras, que acercándose hacia él le agredieron, el caballero, decidido sacó su espada, y largo rato lucharon con gran maestría, envueltos en la oscuridad y el silencio, sólo interrumpido por el chocar de las armas, hasta que, herido por una hábil estocada, Jacobo cayó en tierra.
Su vencedor, entonces se descubrió el rostro, siendo el bello objeto de todos sus anhelos, que no sabiendo como librarse de aquella angustiosa persecución, había decidido romper el cerco por las armas. Jacobo se sintió vencido y humillado ante ella y reconoció en sus heridas una providencial llamada para el arrepentimiento y expiación de sus muchas culpas, cuyo número inmenso le agobiaba ahora, pensando que podía condenarle.
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