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EL HERRERO DE SANFELICES #leyendas #aragon #españa



Es un valle angosto y sombrío, flaqueado de abruptas laderas escalonadas por articas y dembas, y erizadas las márgenes de pinos.

En la falda de la montaña y como si trepasen afanosas por escalar la cumbre, se desparraman las casucas de Sanfelices, con sus tejados de losas, y sus corralizas cercadas de adobes.  El valle se cierra hacia el Norte por la ingente mole del Puerto de Santa Orosia, y abajo, en lo  profundo, aprisionado entre las calizas lastras, se despeña el río Basa con incesantes murmullos.

A orillas del río yacen las ruinas de un viejo caserón.  Sólo quedan vestigios de los recios paredones, y entre los escombros, aún se conservan los restos de una fragua.


Los vecinos de Sanfelices contemplan estas ruinas con cierto recelo y temor, pues en ellas vivió un herrero, montañés, tan sagaz y ladino, que según una leyenda del país, engañó nada menos que al diablo.

En los últimos días del siglo XVII, el tío Apolinar o el siñó Pulinario, como llamaban al herrero, frisaba en los cincuenta.  Era un buen mozo, enjuto de carnes, de cutis basto y ennegr3ecido; roma la nariz, chiquitos los ojos, el ceño adusto, parco de palabras y en sus decires sentencioso y agorero.  Vivía sólo en la casa herrería compuesta de taller y una cuadra en la planta baja y un par de cuartuchos con la cocina y la recocina, en el único piso.  Se casó joven, enviudó a los pocos años, y ni quiso segundas nupcias aunque le salieron buenos acomodos, ni solicitó jamás ayuda para los menesteres de su casa.  Como Juan Palomo, él se lo guisaba y él se lo comía.


Gran aficionado a la caza, pero la caza nocturna, valíase de lazos, bosque, reclamos, losetas, redes y otras cien trampas que se ingeniaba, esquivando con astucia la vigilancia y persecución de los guardas y monteros.  Dominado por la avaricia, con las mismas o parecidas armas le cazaba dos escudos al incauto a quien le prestaba uno, y como el siñó Pulinario había nacido en Biescas, sus convecinos, al hablar de él y de sus trapazas, recordaban esta copla que ya en aquellos tiempos, figuraba en el fore-fock de la musa altoaragonesa:

No compres caballo cheso

ni te cases en Canfranc,

ni trates con los de Biescas,

¡mira que te engañarán!

Al regresar las mujeres del río, con la canasta de ropa apoyada en la cadera, acostumbraban a encontrar al herrero sentado en el poyo de fachada, con los brazos tostados y velludos al aire, el zamarro de badana hasta las rodillas y en actitud meditabunda.

-¡Güenos días, siñó Pulinario! -le saludaban ellas jadeantes.



El herrero, con cierto escepticismo contestaba:

-Aún no sé si son buenos u malos, al remate sus lo diré.

-No nos venga con corrompiciones -le replicaban-, pa usté todos son güenos.

-Los males que van por dentro del cuerpo cada cual se los sabe.

-¡Recristina! -le atajaban- ¿A usté qué melancolías l·arrugan  ¿Sin suegro ni suegra, sin hijos ni codijos; que apedregue ni que llueva la conduta pa San Miguel no le falta;  ¿ qué más quiere? si alcaso sarna pa rascar.

-¡Pero qué alparceras y qué pocas luces tenís las mujeres -interrumpía con visible enojo-.  Va pa cuarenta años que vine de Biescas, y dende el primer menuto que puse los pies en Sanfelices, me tiene más amarrau la cadena de ese manchón que las de una galera.  Tasamente hi rompido el primer sueño, y ya vienen a trucar la puerta de la herrería.  Me asomo a la ventana, y cátate a Fulanico u a Menganico: el uno que le corre prisa enacerar a reja del aladro; el otro que va a margar patatas y necesita aluciar la jada; el otro que tiene el macho descalzo de patas y manos; y arriba el siñó Pulinario, a echar carbón a la fragua, a esgarrapar con el esculafuegos,  a manchar aprisa y a martillar fuerta hasta mediodía, y siempre lo mesmo; y si quiero ser dueño de mi persona algún ratico, me lo tengo que quitar del dormir.

-¡Mira tú qué sustancias de hombre! -le argüían- todos los pobres paicimos de ese mal, y pa ese mal no hay más que una melicina; haber nacido de padres ricos.

El herrero replicaba todo indignado:

-¡De modo que pa vusotras no hay otra manera de hacerse rica una presona más que la nacencia!


-Atienda, siñó Pulinario; así lo tiene dispuesto Nuestro Siñor.

Entonces terminaba el herrero con acento profético.

-¡También el diablo tiene poderío!, y cada cual en este mundo busca las aldabas que más le convienen; ¡ y no digo más!

A oír tales palabras las mujeres, se alejaban persignándose con rápidos ademanes e invocando a todos los Santos de la Corte celestial.

No acertaban ellas a comprender todo el significado de aquella frase.  El siñó Pulinario era ni más ni menos que lo que hoy llamaríamos un rebelde.  Codicioso y fanático, no se resignaba a trabajar para vivir con estrecheces, mientras veía a algunos ricos del contorno, que vivían holgadamente sin dar un pico.  En estos tiempos, el siñó Pulinario sería presidente de algún centro bolchevique y pistolero por añadidura, pero en aquellos tiempos en que no se hablaba del marxismo ni del georgismo,  no columbraba otro camino para llegar a la ansiada nivelación de clases, que el sobrenatural.  O el milagro de Dios, o el pacto con el demonio.  En el primero no tenía confianza.  El cura le recomendaba resignación, pero esto le parecía poco práctico.  Creía en Dios, pero también en el diablo, y más en un siglo en que las intromisiones de los demonios en los hogares y en las personas eran moneda tan corriente y sonante, que se anunciaban los exorcizadores o especialistas para sanar a los poseídos de los espíritus infernales, como hoy se anuncian los especialistas en enfermedades del riñón, o de la garganta, nariz y oídos.




Años hacía que en el magín del herrero bullía la idea de vender su alma al diablo a precio de oro.  Poco a poco, arraigaron aquellos réprobos propósitos en su conciencia, hasta que al fin, pasó el Rubicón.

Ello fue según la leyenda, que en una noche fría y ventosa del mes de Marzo, hallábase el siñó Pulinario sentado en al banco de la herrería, y después de haber hecho la costumbrada invocación a Satanás, apoyó la cabeza contra la pared y se quedó dormido.  Los débiles y amarillentos rayos de la luz del candil pendiente de la tomiza, alumbraban la estancia.  Afuera, la noche era oscura como boca de lobo.  El viento con sus gemidos al desembocar por la estrechura de los montes, y el rumor de las aguas al chocar en las rocas, semejaban algarabías de aquelarre.  Al sonar la primera campanada de las doce oyéronse bajo tierra estridentes ruidos de cadenas y semejantes a la erupción de un volcán, brotaron de la fragua rojas llamaradas.  Despertó el herrero sobresaltado, y mudo de asombro contempló entre las crepitantes lenguas de fuego, al propio Lucifer.  Era el mismo demonio que había visto a los pies del arcángel San Gabriel, en una barroca escultura de la iglesia.  Feo, horriblemente feo, las manos y los pies de ave de rapiña, larga la cola, la cabeza de macho cabrío, y por ojos dos ascuas que lo miraban con delectación.

No se amedrentó el siñó Pulinario con la visita, por lo mismo que la esperaba, y pasada la primera impresión, hasta experimentó íntimo regocijo.

El silencio fue solemne durante algunos instantes; al fin rompió a hablar el demonio, diciéndole con voz cavernosa y acento mayestático.

-¡Aquí me tienes!  ¿Qué quieres de mí?

El herrero quedó suspenso, embargado su ánimo por mezcla de respeto y admiración, y balbuceó:

-Masiau que lo sabes, vendete mi alma si nos ajustamos en el precio.



Irguióse satisfecho el demonio y le dijo:

-¡Aceptada!  Cada alma que conquistamos en este mundo, es un día de regocijo en los infiernos...  ¿ qué quieres por ella ?

Sorprendido  por la pregunta el siñó Pulinario, se rascó el pescuezo, pues en sus maquinaciones no había pensado que las ventas infernales fuesen a precio fijo como en algunos comercios, y tras de breve meditación, contestó vacilante.

-No puedo dicite por lo pronto, el tanto ni el cuanto; lo que yo quiero es golveme rico pa vivir sin trebajar y pa comer y beber y grongiame lo que me dé la rial gana.

-¡Concedido!  -interrumpió el diablo siempre altanero-.  Te daré riquezas para eso que deseas y para mucho más.  Ahora sólo falta que señalemos el plazo de tu vida.

Nueva sorpresa y nueva contrariedad del herrero, pues creía que su vida, a pesar del pacto, seguiría el curso de la naturaleza; y con voz entrecortada, añadió:

-El plazo... pues, atiende, el plazo... todo lo que se pueda estirar.

Sonrióse irónico Satanás, y le gritó:

-¡El plazo tiene que ser breve, pues tú, como todos los mortales, intentarás con la señal de la cruz, con agua bendita o con la intercesión de Santa Orosia anular nuestro pacto!

-¡Yo no soy de esas marañas! -protestó el herrero.

-¡Tú eres como todos!  ¡Pronto!  ¿Qué plazo deseas?

Meditó algunos segundos el herrero, y pensando que su edad era ya algo avanzada, le insinuó:

-Diez años.

-A ningún mortal le concedo tan largo plazo, pero transijo.  Vivirás esos diez años que me pides sin que nada te falte.  Ahora -ordenó mostrándole un pergamino en el que había escrito unos garabatos ininteligibles y alargándole al mismo tiempo una pluma mojada en sangre-, ¡firma el pacto sacrílego!

El herrero, como buen montañés, aprisionó el pergamino entre sus manos sin hacer caso de la pluma, y aproximándose a la luz del candil intentó leer aquel escrito.

-¡Mil veces malditos seáis todos los moradores de la Tierra! -bramó Satanás- ¡firma al punto, que los espíritus infernales jamás faltamos a la palabra empeñada!

Todo medrosico, el siñó Pulinario tomó la pluma y firmó el documento.

-¡Ya es mía tu alma! -clamó el demonio-  Ahora sube a tu cuarto, y en el fondo del arca que tienes a los pies de la cama, encontrarás un montón de ese vil metal que ambicionas.

Hizo ademán el herrero de levantarse, pero Lucifer le atajó con estas palabras:

-Ya lo sabes, vivirás diez años, ni una hora más, y para que no lo olvides, escucha bien este último mandato.  ¡Tres días antes de morir vendrás aquí, que a la misma hora te me apareceré, solamente para recordarte el término del plazo fatal.  -Dicho esto, lanzó horrible carcajada y desapareció.


A grandes zancadas trepó el herrero por los mezquinos escalones que conducían al piso.  Anhelante y latiéndole el corazón con violencia llegó a su cuarto levantó la tapa del arcón, y creyó cegar ante el fulgente brillo del oro.  Colgó el candil a los pies de la cama, y con ambas manos baldeaba las onzas y las doblas, mientras su semblante irradiaba la más grata satisfacción.  Rendido al fin bajo el peso de tan fuertes emociones, se tumbó en el lecho y durmióse como un bendito, despertando cuando ya había sol en las bardas.

¡Santo Dios!  la que se armó en Sanfelices y pueblos aledaños al ver la repentina mudanza de vida y costumbres del siñó Pulinario.  Transformó y ensanchó la casa-herrería, y sólo dejó intacta la fragua, recordando que aquél lera el sitio del emplazamiento hecho por el demonio.

Con ojos atónitos contemplaba el pueblo todo al nuevo rico, cuando armado de escopeta, seguido del podenco y cabalgando sobre recia tensina, se encaminaba a su pardina montañesa, a echar un vistazo a las avenas de las articas y  entregarse de pasada a los placeres cinegéticos.

No es extraños, pues, que las gentes se devanasen los sesos, buscando los tres pies al gato de aquel subir como la espuma.

Unos lo atribuían al consabido hallazgo de ollas repletas de oro y enterradas en tiempos de los moros en bodegas; otros, a que en una oscura y tormentosa noche topó en despoblado con un francés, que guiando una mula cargada con sendas maletas de doblones había perdido la ruta, y el siñó Pulinario, buen puntero, le alojó una bala en la cabeza, enterró su cadáver en un barranco y arreó con la acémila hacia la herrería.

Pero los más, aseguraban que el herrero tenía el libro de San Cipriano, libro de hechicerías y maleficios, por medio del cual, había trabado íntima amistad con el demonio.


El pelaire, hombre avisado y un tanto marrullero, exclamaba en cierta ocasión ante un corro de vecinos, en el que se glosaba el misterioso origen de aquellas riquezas:

-Ya sus decía yo muchas veces que el siñó Pulinario no era trigo limpio.  Desengañarse, que aprisa naide se hace rico.  Cuanto más crece el río, más turbia baja el agua.

A lo que añadió otro del corro:

-¡Quiá de ser trigo limpio; si aquella risica de conejo tiene mucha malinidá!

-Eso antiparte -interrumpió el pelaire, y acercándose al centro del corro, agregó con sigilo- ¡Al cura muerto que era muy agudo, le oí decir, buen tajo de veces siendo yo zagal, que las personas que cuando se ríen no menean el melico, p·amolarlas!

Así, de conjetura en conjetura y de comento en comento, a puro de dar muchas en la herradura acabaron por acertar en el clavo, hasta el extremo, que al principio con voces quedas, y después casi a grito pelado, se hablaba de la hora y el día de la entrevista entre el herrero y el diablo, con todos sus pelos y señales.

El herrero, por su parte, también sospechaba lo que de él pensaban y decían los demás, pero egoísta y socarrón, se reía de todos, con aquella risica de conejo tan felizmente invocada por el pelaire.

Rodeado de comodidades, colmadas sus ansias de riquezas y satisfechos sus gustos y apetitos, la vida se deslizaba plácidamente para el envidiado exherrero de Sanfelices.

Mas, pasó un año, y otro años, y otro, hasta que llegó el noveno a contar desde el día de la compraventa, y aquí empezaron las tribulaciones y amarguras del hombre, pensando en el triste e inapelable fin que le esperaba.

-¡En güena ensalada m·hi metido! -reflexionaba cada vez más pesaroso.- y lo pior es que no puedo recular, el pauto está firmau y lo que se escribe se lee, de modo y manera  que por demás encomendame a Santa Orosia, y por demás que llame al siñó Vicario pa que venga con el guisopo y me arrugie con toda el agua de la pila de la iglesia.

No obstante esos pesimismos verdaderamente desconsoladores, allá adentro, muy adentro, en lo más íntimo de su ser, alentaba la remota esperanza de conseguir siquiera un aplazamiento de la muerte, por medio de alguna de sus añagazas.


El siñó Pulinario, a pesar de los diez años más sobre sus costillas, y de la salud quebrantada a consecuencia de los hartazgos y lifaras, sentía por momentos más apego a la vida.  La idea de morir y sobre todo la de morir a plazo fijo, le atenazaba aún más que la de descender a los infiernos.  El instinto de conservación, alzábase en el fondo de su ser con pujanza avasalladora.

El tiempo es inflexible en su rítmico caminar hacia el infinito.  Nada tan sin piedad, como las manecillas de un reloj en marcha.  Llegó, pues, el día señalado.  Hacía ya dos o tres semanas que el siñó Pulinario no salía de sus habitaciones ni probaba bocado apenas.  Siempre en un continuo suspiro.

Aquella noche, poco después de las once, cogió el candil y bajó a la herrería; entró en el taller con el abatimiento del reo en la capilla.  Atrancó la puerta para que nadie se enterase de la interviu, y se sentó en el banco.  Aunque hacía ya mucho tiempo que dormía poco y con desasosiego, despierto y anhelante esperó el momento crítico.


Soñó la primera campanada de las doce y se le puso la carne de gallina.  Temblaba al compás del bronce como las hojas de los árboles al de la brisa.

Apagáronse los ecos del reloj.  Reinaba un silencio de ultratumba.  De pronto, se oyeron los mismos ruidos de cadenas que precedieron a la primera entrevista, brotaron otra vez las llamas de la fragua, y se le apareció nuevamente Lucifer.

Lo contempló el herrero con ojillos misericordiosos, y tras angustioso gemido, fue el primero en hablar diciéndole:

-¡Ya ves que soy hombre de palabra!  Quedamos va pa diez años que vendría, y aquí estoy.

-¡Necio! -le atajó con soberbia el demonio- soy dueño a la vez que de tu alma de tu voluntad, y todas las fuerzas del mundo en que habitas, no hubieran podido impedir tu presencia en este sitio y en estos momentos.

El siñó Pulinario quedó sorprendido y con la boca abierta, cuando tal oyó.

-¡Abreviemos! -prosiguió Lucifer-.  Pasado mañana, antes que amanezca el día, tu alma bajará conmigo a los infiernos.  ¡Así está escrito y así está firmado por ti!

Todo acongojado y con acento concrito, le dijo el herrero.

-De modo y manera...  ¡ que pasau mañana sin remedio tengo que morirme!

El diablo por toda contestación hizo un gesto rotundamente afirmativo con la cabeza; y el otro prosiguió suplicante:

-¿No podríamos alargar una miajica más ese pauto?

Risa heladora se dibujó en las desmesuradas fauces de Satán.

-¡Todos sois lo mismo!  ¡Todos el mismo apego a los goces de la tierra; todos unos miserables!  pero ten presente que también nosotros, los espíritus del infierno, deseamos el goce que nos proporcionan los sufrimientos de los condenados!  ¡Tus súplicas me encolerizan; pasado mañana -insistió con fiereza-, ¡serás mío para toda la eternidad!

El siñó Pulinario bajo la cabeza abrumado ante la inapelable sentencia, y con tono compungido y humilde, le insinuó:

-Güeno, el pauto está firmau y mi firma no la niego; pero ya que me ves tan vogal para dir con tú hasta los infiernos, háceme tan siquiera un favor.

-¡Habla! -gritó Lucifer-, ¡pero ten presente, que la compasión es una palabra vacía de sentido en mis dominios!

-Muy poquica cosa -prosiguió esperanzado el herrero-, solamente que no querría penar al tiempo de morirme; me conformo, con que me dejes eslegir la enfermedá pal remate de mi vida.

Quedó suspenso breves instantes Lucifer, y alzando por fin los hombros con cínico desprecio, le contestó:

-Si no es más que eso, te lo concedo.

-¿De veras?  -interumpió el siñó Pulinario con visible ansiedad.

-¡Ya sabes -insistió soberbio- que jamás los espíritus rebeldes dejamos de cumplir las promesas!  Morirás de la enfermedad que tú elijas, no lo dudes; y acabemos, que ya cantan los gallos y es necesaria mi presencia en los abismos. ¿De qué quieres morir?  ¡Habla pronto! -rugió colérico Satán.



Lanzó profundo suspiro el siñó Pulinario, y exclamó presuroso.

-¡De sobreparto! 



LUIS LOPEZ ALLUE






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