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LA CUEVA DEL DIABLO #leyendas #aragon #diablo #fe










Al fin concluimos de subir aquella malhadada cuesta, pesadilla de los arrieros y traginantes que se dirigen al pueblecillo de A* enclavado en una de las sierras más fragosas de Aragón.

Montaba yo un caballejo no del todo malo, mi amigo Martín otro, tan escuálido y flaco, por las abstinencias y trabajos que había sufrido, que terminaba por todas partes en punta, para desesperación del jinete; y cinco o seis caminantes que seguían la misma ruta, y recientemente se nos habían agregado, iban, unos, en fuertes y peludos asnos del país, y otros a pie, apresurando el paso cuanto podían, para no quedarse rezagados y preservarse del chubasco que por momentos se nos venía encima.  Arriba ya, y dominando una gran extensión de terreno, dirigimos una mirada en torno nuestro, antes de tomar una resolución, a guisa de general en jefe, que, desde una colina, ojea el campo en que se ha de librar una batalla, para calcularlo todo y obrar después con energía y acierto.

El pueblo, término de nuestra excursión por aquel día, se hallaba todavía a media legua de distancia, asomando tímidamente sus primeras casas y la torre de su iglesia por detrás de una verde loma que nos ocultaba todo lo restante.




Por encima de él, y en el fondo del horizonte, se descolgaban, como ondas de un inmenso cortinaje, densas nubes plomizas, que a trechos se apiñaban y oscurecían formando negros nubarrones, y a trechos se adelantaban en forma de franjas blanquizcas, ligeramente amarillentas.  Se oía de cuando en cuando el rumor prolongado de lejano trueno, y a intervalos se iluminaban súbitamente las remotas cumbres, y llameaba la veleta de la torre mudéjar de la parroquia.

La tempestad había empezado a descargar en algunos puntos, y podían distinguirse perfectamente anchas fajas oblicuas que señalaban la dirección y la amplitud del aguacero; y ya algunas gotas gruesas y pesadas, como si fueran de cristal, caían rebotando sobre el polvo del camino, cuando dos o tres ráfagas huracanadas, que conmovieron los pinos y matorrales de aquellas tierras, nos dieron sobradamente a entender que había llegado la vanguardia del ejército enemigo y ya no había medio humano de eludir su encuentro.

¿Dónde refugiarnos en tal  aprieto?  El pueblo estaba demasiado lejos, y era una necedad pensar en él; y para colmo de desventura, no se veía ninguna casa cercana ni cobertizo alguno en que pudiéramos guarecernos del tremendo aluvión que indudablemente iba a caer sobre nosotros.  




En aquellos momentos de perplejidad en que sonaban fatídicamente en nuestros oídos los estridentes y roncos graznidos de los cuervos y otras aves que pasaban veloces huyendo de la tormenta, alguno advirtió, no muy lejos, al otro lado de un barranco, la ancha boca de una cueva en que a poca costa podíamos cobijarnos, y hacia ella instintivamente, y sin que precediera común acuerdo, dirigimos todos con la mayor presteza nuestros pasos.

Apenas habíamos comenzado a hacerlo, apareció un pastor que, adivinando nuestra intención, nos detuvo a voces, diciéndonos:

-¿Adónde van ustedes?  si no podrán atravesar el barranco con las caballerías.  Y además...  ¡si esa es la cueva del diablo!  ¡Infelices... dónde se van a meter!  Véngase conmigo a mi paridera, y allí estarán hasta que pase la tormenta.




No nos hicimos de rogar, y trasponiendo un pequeño cerro, pocos minutos después nos encontrábamos todos alrededor de una buena fogata, secándonos las primicias del aguacero, y corriendo de mano en mano una repleta bota de vino añejo que mi compañero de fatigas llevaba siempre a prevención en todos sus viajes, como hombre experimentado y previsor.  Sacó el pastor unos tasajos de cecina, sacamos los demás de lo que llevábamos en las alforjas, y pronto, sin dársenos dos cominos de la tronada, reinó la más cordial alegría en aquella abigarrada reunión, a los encendidos reflejos de la hoguera que comunicaba rojizos tintes a nuestras, antes mustias, fisonomías.

-Pero, vamos, pastor -le preguntó Martín-, ¿qué es eso de la cueva del diablo, que tanto pavor le infunde?

-¡Oh! eso es muy largo de contar -respondió el tío Benito, que así se llamaba el pastor.

-¿Y qué prisa tenemos? -le repliqué yo-.  Ni en una hora podremos salir de aquí.  ¡Eh!  ¿Qué tal? -añadí señalando a una ventana y haciendo además de escuchar el ruido atronador de la tormenta.

-Si, si, que lo cuente -gritaron todos.

-Por lo visto, -dijo el tío Benito- ninguno de ustedes es de esta tierra, cuando ignoran lo que les voy a referir.  Sea pues, enhorabuena, y allá voy.  Al menos, me alegro de que no haya aquí ninguna asustadiza mujer.  Voy a echar un trago para suavizar el garguero y empiezo.

Y tomó una bota de otro de mis compañeros de viaje, y tanto rato la tuvo en alto, que concluyó por estallar una carcajada a coro, mientras él dejaba la bota moribunda en un rincón.




-Mire usted no se le trabuque ahora el cuento, -le dijo uno que se reía a puñados.

-No pase usted pena que saldrá todo como una seda.

Y comenzó a su modo el buen pastor la prometida narración, que, en sustancia y purificada de los toscos vocablos y vulgaridades de que él la acompañó, procuraré transcribir con la mayor exactitud.

No muy lejos de aquí, y próximo a la cueva que ahora se llama del diablo, se alzaba un castillo roquero casi inexpugnable, cuando los árabes dominaban aún gran parte de nuestra España.  Todavía se ven en la meseta del cerro cónico que le servía de asiento, algunos cubos almenados, fragmentos de paredes desmoronadas, fosos medio cegados y otros muchos restos de aquella imponente y grandiosa construcción.  Era soberano de esa fortaleza un señor feudal, que si atajaba las correrías y algaradas de los árabes con un valor que rayaba en temeridad, al frente de sus temibles ballesteros, también era un azote para estos pobres pueblos, que eran vejados y saqueados con exorbitantes exacciones, sin saber cómo sacudir su insoportable tiranía.  El tal señor acuñaba moneda y hacía cuanto se le antojaba, aunque no tuviera derecho para ello, siendo de hecho independiente de los monarcas de Aragón, de los de Castilla y de cualquiera otro príncipe del territorio español.  No tardó en esparcirse el rumor de que la mayor parte de la moneda era falsa, y que la acuñaban en unos profundos y apartados subterráneos en comunicación con el castillo.  Lo cierto es, que muchos aseguraban haber oído en el silencio de la noche, desde las cercanías de la referida cueva, ruidos extraños, como de máquinas que se movieran acompasadamente, martillos que descargaban sobre resonantes yunques, y barras que chirriaban al adelgazarse con la presión de poderosos cilindros, y no sólo esto, sino que no titubeaban en afirmar que de las grietas de las peñas salían a veces espesas columnas de humo, como si fueran los naturales respiraderos de una fragua colosal.




Si algún atrevido cayó en la tentación de aproximarse demasiado, para satisfacer la propia y la ajena curiosidad, o no se tuvo más noticia de él, o su cadáver ensangrentado quedó expuesto en los jarales del monte a la voracidad de los buitres.  Así es que ese antro pavoroso que entonces se designaba comúnmente con el nombre de la cueva del castillo, era objeto del terror de toda la comarca y tema obligado, ya de fundadas conjeturas, ya de las más absurdas y disparatadas consejas.

Pasaron años, muchos años, pero no pasó, antes bien, fue en aumento, la mala fama de la cueva del castillo.  Este había sido arruinado, el conde muerto en una batalla desgraciada, los moros iban arrinconándose en la parte meridional de España, y cuando todo estaba en paz, sólo estos montes y cañadas gozaban del triste privilegio de ser teatro de horrores que los más no acertaban a explicarse sin una intervención evidente de los espíritus de las tinieblas.  Caminantes despeñados de las alturas, doncellas desaparecidas, niños cuya sangre habían chupado en la cuna espíritus o brujas invisibles, nocturnos aquelarres, luces insólitas y visiones monstruosas, hombres y mujeres que se secaban sin causa conocida todo esto, y mucho más, comprobado con el testimonio fehaciente de los más veraces campesinos de los alrededores, ¿ podía ser atribuido simplemente a alguna banda de forajidos, que se hubieran hecho centro de sus desmanes y de sus ocultas correrías?  Fuere lo que fuere, lo cierto era que nadie reposaba tranquilo, y que urgía salir a todo trance de dudas y concluir con aquel estado de alarmas y de peligros que amenazaban despoblar todas las aldeas del contorno.  Alguien propuso levantar un somatén y penetrar osadamente en la cueva, y su proyecto fue, después de maduras deliberaciones, aprobado y puesto inmediatamente en ejecución.

Poco después del amanecer de un día de verano, se llenaron estas cercanías de multitud de gente provista de picas, ballestas, hachas, espadas y de todo género de armas ofensivas y defensivas.  Todos iban decididos a exterminar a los facinerosos que encontraran, si llegaban a caer en sus manos, y a hacer frente a endriagos, brujos y hechiceros, si tales eran los que traían perturbada aquella comarca con sus diabólicas artes.  No podía haber más confianza ni animación: el sol naciente reverberaba en los bruñidos aceros, y formando una masa compacta y formidable, avanzaron los expedicionarios en dirección a la cueva, después de dejar bien guardadas todas las salidas y gargantas de estos riscos.

Antes de llegar a la entrada, el terreno se eleva como por escalones; y a los contados, dos rocas calcáreas, cortadas a pico, forman como dos altísimos paredones convergentes, que dan a aquel terreno el aspecto de un colosal y sombrío embudo, en cuyo obscuro resalta por su negrura el ojo de la caverna, como si fuera la puerta de la mansión de los precitos.

Iban adelantando los paisanos con sus alcaldes a la cabeza, y sumiéndose, unos tras otros, en las sombras proyectadas por las vecinas rocas, cuando observaron con asombro, que la cueva en que todos tenían fijos los ojos, comenzaba, aunque indecisa y confusamente a iluminarse.




Unas llamas errantes y azuladas, como los fuegos fatuos de los sepulcros o el brillo fosforescente de las olas del mar en las obscuras noches, aparecían, resbalaban y se perdían en el fondo de la gruta o lamiendo los contornos de su pavorosa entrada, como si quisieran advertir a los audaces invasores el peligro manifiesto que corrían.  Todas las lenguas enmudecieron de repente; todos los pies quedaron clavados en el suelo; y más de cuatro plegarias se elevaron entonces a los cielos del fondo de los aterrados corazones.  Las llamas continuaban aumentando y adquiriendo consistencia en la boca de la caverna, hasta asemejarse, a cierta distancia, a una planchas incandescentes, o a las rojas y encendidas fauces de una fiera gigantesca.  A poco, una neblina vaga, que bien podía ser su ardoroso aliento que se condensaba en el exterior, brotaba en espirales verdosas y cenicientas, y se difundía rápidamente por las angosturas de aquel callejón sin salida.  Momentos después, no era niebla sino torrentes de un humo negro y asfixiante, lo que salía a borbotones de aquella gruta infernal, obscureciendo el sol y sumiendo a los medrosos campesinos en una noche tenebrosa.

Nadie pensó ya más que en huir cuanto antes de aquella tierra maldita, que fácilmente podía convertirse en el sepulcro de todos.  Ninguno esperó órdenes de sus jefes, ni estos se tomaron el trabajo de darlas.  Unos se desbandaron por los montes vecinos; otros no pararon hasta refugiarse en los pueblos; muchos tiraron las armas, y gran parte no se creyeron seguros sino en la iglesia, o en su propia casa, después de rociarla profusamente con agua bendita y santificarla con las más devotas oraciones.

Erizaba el cabello el oír a los fugitivos, ya repuestos del pánico que sufrieron, la relación que hacían de aquella peregrina aventura.  Quién afirmaba haberse asomado a la boca de la aborrecida cueva un alígero y formidable dragón, cuyos ojos centelleantes, en movimientos continuo, se parecían a dos ruedas de fuegos artificiales girando con vertiginosa rapidez; quién juraba y perjuraba haber visto bullir en el fuego a una multitud increíble de deformes enanos y de monstruosos engendros, que después de corretear por las llamas como salamandras incombustibles, salían a hacer fisga y mofa de los hombres armados, que en apretado haz subían por la pendiente; y algunos hubo que llegaron a contar con el mayor misterio, y sólo entre amigos y personas de viso y autoridad, que habían conocido, entre varios espectros aparecidos en las llamas, a un alcalde usurero que había muerto hacía poco sin recibir los sacramentos, y a otros hombres y mujeres de mala vida que habían escandalizado aquellos pacíficos pueblos.




-Allí estará mi suegra -exclamó entonces un sencillo labriego, que seguía la narración con el más vivo interés sin perder una palabra de lo que el tío Benito iba relatando-, porque nos dio tanta guerra con el endemoniado genio que tenía, que no sé cómo pueda descansar en paz.  Pero, en fin, Dios haya tenido misericordia de ella.

-Si lo que cuento pasó hace ya muchos siglos, buen hombre -repuso el pastor-, ¿ qué tiene que ver su suegra con eso?  Pero aún tengo mucho que hablar, si tienen paciencia para escucharme.

-Prosiga, prosiga Vd -dijimos todos-, que la tronada no lleva trazas de ceder, y aún parece que va arreciando.

Y efectivamente así era.  Un diluvio de ruidosa catarata sobre todos aquellos cerros, y corría después, como río desbordado por las cañadas y barrancos.  La temperatura había descendido mucho y de vez en cuando resonaba el fragor del trueno que conmovía aquellas soledades, y era llevado por el eco de monte en monte hasta las más apartadas distancias.




El tío Benito dio una ojeada sobre el corral y la cuadra por si ocurría algo en el ganado o las caballerías, concluyó de exprimir la bota, que no le costó mucho trabajo, y prosiguió, a satisfacción de todos, la relación que había dejado en suspenso.

Después de aquella tentativa frustrada, nadie se atrevía a arrimarse por las cercanías de la cueva, y nunca se hubiera sabido nada a ciencia cierta de sus horribles misterios, si un hecho portentoso que acaeció, no hubiera descifrado todos los enigmas, y descorrido el velo que ocultaba las mayores iniquidades.

Ignorante de todo, regresaba por este mismo camino a su tierra natal, un cristiano viejo, muy fervoroso, que había visitado en peregrinación, con espíritu de penitencia, los sepulcros de S. Pedro y S. Pablo en Roma, y los Samtos Lugares en que nuestro Señor Jesucristo vivió y padeció por nosotros.  Si no llevaba dinero, en cambio iba cargado de reliquias y bendiciones, y esto fue lo que le valió en el trance más apurado en que puede verse comprometido hombre alguno.  Sorprendido por una tormenta al llegar a estos altos, como a ustedes ha acontecido, no halló otro medio de guarecerse de ella que refugiárse en la vecina cueva, que él miró entonces como puerto bendito de seguridad y salvación.




Apenas penetró en ella, y antes de que pudiera admirar las maravillosas cristalizaciones obradas, según dicen, en su interior, por larga serie de siglos, notó con terror indecible que lo dejó como petrificado, la presencia de dos desmesurados lagartos, semejantes a dos monstruosos cocodrilos.  Quiso huir, pero ellos se interpusieron rápidamente en la entrada, y desde ella continuaron mirándole fijamente con sus ojos verdes y vidriosos, abiertas las descomunales bocas en actitud de abalanzarse sobre él, y haciendo gran ruido al agitar sus colas en el terreno pedregoso de la subida a la cueva.  Con la respiración paralizada por el pavor, temblando convulsivamente todos sus miembros, y sin fuerzas apenas para dar un paso, el infeliz romero se dirigió tambaleando al fondo de la gruta bujscando instintivamente otra salida, aunque hubiera de estallar después sobre su cabeza la violencia entera de la tempestad.  Iba a tientas, huyemdo de aquellos ojos pertinaces, que su medrosa imaginación le hacía ver multiplicados por doquiera en las mismas tinieblas que lo envolvían, cuando comenzó a percibir unos ruidos extraños que helaron la sangre en sus venas, e indecisas luces fosfóricas que se agitaban y cruzaban en todas direcciones, en un desorden permanente.  Las luces y los ruidos fueron aumentando, y el fervoroso cristiano adquirió la desoladora convicción de haber caído en espantoso pandemonium.

Fantasmas sin cuento, cerradas falanges de trasgos, gnomos y endriagos, animales monstruosos de mil figuras y colores, miriadas de híbridos engendros y de repugnantes larvas, pasaban por delante de sus ojos o rozando sus vestidos, con un fulgor vago y sulfúreo, paara sumirse de repente en las profundas sombras que servían de fondo a aquella pavorosa escena.  Al mismo tiempo una mezcla heterogénea y discordante de los silbos, aullidos y clamores más temerosos e inauditos, desgarraba sus oídos y llevaba el frío de la muerte a su corazón.

El ladrido del perro, el mugido del buey y el silbo agudo de la serpiente, se confundían con el graznido de las aves de rapiña y el resonante bramar de las fieras de los desiertos.  Y como si esto no bastara para atormentar al pobre peregrino, donde quiera que un soplo de aire vibraba o dos ondas aéreas se encontraban, allí parecían nacer naturalmente, altivos o quejumbrosos, acentos de desesperación o maldiciones horribles.  Y no sólo en torno suyo o a lo lejos, sino que en los mismos pabellones de sus orejas, se estaban formando, casi continuamente, palabras heréticas o blasfemias, que ora le aturdían con suavidad como aceite derramado, para arrastrar a la apostasía su amedrentada voluntad.

De repente, viose arrebatado el cristiano en un torbellino indescriptible.  Todo giraba a su alrededor con espantosa rapidez, mientras él avanzaba en línea recta, sin saber cómo ni adónde, cual flecha que disparaba por vigoroso arquero, hiende ligeramente los aires.




A poco, paso toda aquella caótica tromba de espíritus infernales que le servían de fúnebre cortejo, y el peregrino se encontró delante de un montóbn de peñas de negro basalto, sobre las cuales estaba sentado, como en un trono. el ser más monstruoso que se puede imaginar.  Era el abominable macho cabrío, el caudillo de los ángeles rebeldes, el soberbio Satanás.  En medio de su espantosa deformidad, aún había en su elevada talla, en su espaciosa frente coronada de sierpes de fuego, y en su sombría y penetrante mirada, vislumbres de una majestad caída, de una grandeza que pasó.  Su rostro estaba surcado de hondas cicatrices de los rayos celestes que abatieron su soberbia, como ostenta las huellas de las exhalaciones de la tormenta el desmochado y ennegrecido pino, que, privado de su frondoso ramaje y estriado de grietas carbonizadas, aún levanta su corpulento y erguido tronco sobre los árboles y matorrales de la selva.  

En algunos de sus miembros, aisladamente considerados, podía advertirse cierta regularidad, reflejo vago de su primitiva belleza.  Pero el conjunto era la representación plástica  viva del desorden, de la fealdad y de la anarquía.  Sus inmensas alas eran de murciélago, sus piernas terminaban en pezuñas hendidas, y sobre el resplandor fosforescente que despedía, resaltaban sus ojos como dos carbones encendidos, en que centelleaban alternativamente el orgullo, el odio y la desesperación.




Toda aquella asamblea diabólica enmudeció ante su jefe y señor, después de hacerle una profunda reverencia, y de presentarle el prisionero que escoltaban.  Este, más muerto que vivo, y dudando si había traspasado las lindes que separan la otra vida de la presente, permaneció en pie, horrorizado ante tan espantosa visión, y tratando de romper aquel sopor y entumecimiento cassi invencibles, que le impedían elevar su mente a Dios en demanda de socorro cotra sus enconados enemigos.  

Hasta entonces, como si una losa de plomo gravitara sobre él, no había podido coordinar sus ideas, ni articular una plegaria, ni dar voces desde el fondo de su alma al R4edentor del género humano, vencedor de todas las potestades infernales.  Allí estaba el desamparado peregrino con su burda y obscura túnida, la esclavina de conchas y el bordón con su pequeña calabaza, como los antiguos fieles delante del tribunal de los procónsules y de los feroces soldados que los rodeaban.

Miróle Satanás de arriba abajo con insultante desprecio, y después de una breve pausa en que no se oía el más leve rumor en tan apiñado e innumerable concurso, bramó, más que profirió, con acento cavernoso e imperativo, estas terminantes palabras que no daban lugar a réplica ni a resistencia.

-¡Infame cristiano, sectario del Nazareno, hunde tu frente en el polvo, y adórame!

Un estremecimiento convulsivo agitó todos los miembros del peregrino, pero sus rodillas no se doblaron.  Su espíritu se había desatado en ferventísimoss clamores y oraciones, y un rayo de luz y fortaleza comenzaba a iluminarle de lo alto.

Ante aquella resistencia inesperada, un rugido de rabia y de venganza estalló en las réprobas legiones, retumbando por aquellas concavidades; y todos hicieron un movimiento como para aplastar al temerario mortal que tan audazmente provocaba las iras de los poderes todos del averno.  Nadie sin embargo llegó a tocarle.




Satanás, descompuesto e iracundo, despidiendo centellas de fuego de todos sus miembros, se levantó de las peñas y dio precipitadamente algunos pasos hacia el cristiano.  Entonces, dirigiéndole una mirada profunda, en que fulguraban mil relámpagos de cólera, y con una voz bronca y potente que hacía trepidar el suelo, como se agita la superficie de los mares a impulso de huracanada galerna:

-¡Póstrate, desgraciado -le dijo-, y adórame!

El peregrino oraba entonces a la Santísima Virgen. -¡Salvame, Madre mía! -le decía- ¡Defiéndeme de los enemigos de tu Hijo!

Pero ¿ por qué aquellos espíritus tan poderosos no llegaban a tocar ni un cabello del inerme y acorralado cristiano, y sus furores se detenían junto a él, como las olas del océano en la leve faja de arena de las playas?  De repente, el peregrino,  ilustrado con una luz superior, todo lo comprendió.  Recordó que en una cruz que pendía de su pecho llevaba incrustado un trozo de Lignum Crucis, que había podido obtener en Jerusalén como la mejor de las reliquias, y sintiéndose súbitamente dotado de fuerza extraña y sobrenatural echó la mano a la cruz, y mostrándosela a Satanás, gritó con resolución y sobrehumana energía.

-¡Maldito enemigo de Dios y del género humano, adora la cruz del Salvador!

Diez pasos retrocedió bruscamente el arcángel rebelde, sin poder soportar el fulgor que irradiaba la santa enseña de nuestra redención.  A su vez, todo aquel innumerable ejército, que cercaba al valeroso cristiano, se retiró sobrecogido a alguna estancia, formando un inmenso círculo alrededor, mientras los monstruosos reptiles y sabandijas, que se arrastraban por el suelo, huían precipitados a esconderse en sus hediondas madrigueras .




Asemejánbase entonces el peregrino a los mártires de la primitiva Iglesia, cuando confesaban a Cristo en la arena del Coliseo romano, delante de cien mil gentiles que vociferaban y maldecían, rugiendo¡Ad como las fieras.  Oíanse en aquel anfiteatro diabólico bramidos espantosos y Satanás, lleno de despecho y de impotente saña, dirigía, de soslayo, miradas torvas y rencorosas al que le había vencido enarbolando, en su mismo pandemonium, el leño teñido con la sangre del Cordero Inmaculado.




El animoso cristiano, desafiando impávido a su enemigo, avanzó hacia él, y con voz clara y entera que tenía la solemnidad y grandeza de la victoria, exclamó, segunda vez:

-¡Adora, soberbio Satanás, y adoren todos los espíritus de las tinieblas, la bendita cruz en que el Hijo de Dios murió por salvar al hombre!

A esta intimidación contestó un clamor formidable, como el estampido de mil truenos a la vez; grito arrancado al orgullo, al odio, al endurecimiento y al conjunto de todas las malvadas y perversas concupiscencias... y todo desapareció.  El infierno había huído, anonadado y confundido, sin poder apoderarse de su presa.

Postróse entonces el cristiano y, de rodillas, adoró, con lágrimas de reconocimiento y amor, aquella cruz que brillaba como una antorcha luminosa, y contra la cual no habían podido prevalecer las puertas abominables del infierno.  




Salió de la cueva, sin encontrar ya los descomunales lagartos, llegó a la aldea vecina, envejecido y cano; y contó a todo el pueblo reunido las terribles escenas de que había sido testigo.

Aún no había perdido todo su brillo la milagrosa cruz, y su solo aspecto confirmaba plenamente la narración del peregrino, y llevaba el convencimiento al ánimo de sus atemorizados oyentes.  Murió al día siguiente, lcon la serena tranquilidad del justo, el recién llegado romero, legando la cruz y las demás reliquias a la iglesia parroquial, y recomendando a los vecinos del concejo que hicieran procesión a la cueva, rociándola con agua bendita, y recitando en su interior las letanías mayores, para desalojar definitivamente a los malos espíritus de aquellos lugares infestados.

El consejo del peregrino fue ejecutado puntualmente.  Algunos días después, todos los pueblos de la comarca subían reunidos en imponente procesión, con reliquias, estandartes y pendones a la pavorosa cueva del diablo.




Al llegar frente a ella, hubo un momento de alarma y de confusión.  Muchos creyeron ver no sé qué de extraordinario en la boca de la gruta, y comenzaron a retroceder en desorden, llevando el pánico a las apretadas filas de los fieles; pero un venerable sacertdote tomó la cruz del peregrino, y, alentando a la multitud, penetró resueltamente en la cueva, entrando todos en pos de él, encomendándose a Dios, depuesta valerosamente toda cobardía y perplejidad.

El interior de la grandiosa gruta presentaba un aspecto deslumbrador y fantástico.  Las innumerables estalactitas, que pendían del calizo techo, y que seculares filtraciones habían ido lentamente elaborando, semejaban, ora los haces de delgadas columnas de una catedral gótica, ora los caprichosos y afiligranados artesones de mágicos camarines de un palacio de cristal.  Centenares de luce, reflejándose en las peñas o descomponiéndose en los prismáticos cristales, daban variadísimos tonos y colores a la espaciosa concavidad de la cueva, y en ella resonaban solemne y majestuosamente las preces de la Iglesia, mientras iba adelantando por el desigual suelo la ordenada procesión, y se exorcizaba y rociaba con agua bendita la temerosa y antigua mansión de los espíritus.

Habían éstos vuelto a sus primitivos dominios, y se resistían a abandonarlos.  Un rumor sordo, inarticulado y confuso, se oía a cierta distancia, como si un inmenso enjambre de abejas rodeara la lcueva, no sufriendo el ser arrojado de ella.  A intervalos aquel rumor indefinible convertíase en un lastimoso aullido, como de fieras hambriente3s, o en un mugido prolongado y poderoso, como si una manada de toros, escabando el suelo y echando humo por las encendidas narices, se dispusieran a acometer a los presentes, y barrerlo todo en una furiosa embestida.




Los fieles se postraron, y oraban con fervor, sin desistir de su empresa, a pesar de aquellos lúgubres mugidos.  Tres veces repitieron en las letanías la invocación de María Santísima y la de San Miguel Arcángel, habiéndose apagado casi del todo los fatídicos rumores, después de haberse momentáneamente exacerbado.

Al llegar al Per Crucem et passionem tuam libera nos, Domine, todos los cristienos extendieron los brazos en cruz, derramando abundantes lágrimas. 

-¡Por tus padecimientos y por tu Cruz -gritaban conmovidos-, líbranos Señor!

A la tercera vez se sintió un temblor que resquebrajó la peña, sin hacer daño a ninguno de los presnetes, y después, un ruido como el aleteo de una inmensa bandada de aves que pasaran volando en las tinieblas de la noche.  Eran los espíritus infernales que huían de la cueva para no volver jamás.

Desde entonces ya no  ha habido que lamentar desgracias ni apariciones en estos contornos; pero todos miran con sobrecogimiento y religioso temor la cueva del diablo, y ningún campesino se atrevería a internarse y menos a pasar noche en ella.

Cuando conluyó el tío Benito de referir a su modo todas estas cosas, la tormenta se había desvanecido.  El sol, cercano a su ocaso, dejaba ver radiante su cabellera de fuego, y convertía en perlas irisadas las gotas de agua que aún se desprendían de las piedras y de las humedecidas plantas.  Todo el monte estaba verde y riente, y un vientecillo fresco nos confortaba con el refrigerante olor del tomillo, del cantueso y del espliego.




Aparejamos las caballerías, pusímos en camino en dirección al pueblo, acompañándonos el hospitalario pastor un largo trecho, y antes de perder de vista la embocadura de la caverna, nos detuvimos un breve rato a mirarla, recordando, algún tanto impresionados, la interesante narración del tío Benito.

A la sazón, un mozo apuesto y fornido, que pasaba con la azada al hombro cerca de la cueva del diablo, se santiguó devotamente al divisarla, y a continuación entonó con voz fresca y sonora, el siguiente cantar, que me contentó sobremanera, y cuyos ecos, al dilatarse a lo lejos, y repercutir en las quebraduras y ondulaciones de la sierra, parecían una profesión de fe de aquella cristiana comarca.

En la cueva de mi alma

la cruz santa enarbolé;

a su sombra, pese al diablo,

he vivido y moriré.



GREGORIO MOVER.














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