EL TRITÓN Y LA NEREIDA #leyendas #españa #amor #dolor
En el Océano Atlántico y muy cerca de la Península Ibérica, vivió la más bella de las nereidas. Su cabello largo era verde como el mar. Tenía una cara muy bonita, los labios sensuales, el cutis perfecto y ojos de color esmeralda. Era muy suave el tacto de sus manos y el torso liso y tornasolado estaba cubierto de pequeñas escamas, como todo su cuerpo, hasta las dos aaletas que tenía en vez de piernas. Y su voz era tan exquisita que gustaba y provocaba un enorme placer a quienes la escucharan.
La nereida estaba enamorada de un hermoso tritón de cabellos rubios y brillantes, expresivos ojos azules, nariz recta, boca ancha, dientes grandes, manos fuertes, piel de tiburón y aletas inferiores como el delfín. Como a todos los tritones, le apasionaba la música y cuando hacía sonar su caracola maravillaba a quienes le escucharan.
El tritón también amaba a la nereida y juntos se divertían mucho, jugando en el fondo del mar, bailando entre las olas o subiendo a la superficie y chapoteando mientras recogían flores de agua con las que se alimentaban.
Un día, mientras bailaban entre las olas, reían, se echaban agua y se daban flores uno al otro, se acercó hacia ellos por la superficie una cosa enorme y oscura.
-¡Cuidado!- exclamaron al unísono protegiéndose.
Nunca habían visto un animal como aquél. Era tan grande que podía atemorizar a cualquiera. Pero el tritón y la nereida tenían una curiosidad que superaba al miedo y se aproximaron para ver más de cerca aquel mostruo. No vieron cómo una mano de hilos, enorme y fina, se acercaba al mismo tiempo bajo el agua. Aquella red los atrapó. Los dos forcejearon tratando de sumergirse, de desembarazarse de aquella maraña de hilos, pero cuanto más tiraban más se enredaban.
Los dueños de aquella red, unos pescadores que habían decidido alejarse de su zona habitual de pesca, estaban felices y seguros de que habían atrapado un pez enorme. Por ello, giraron la barca alrededor para envolverlo más en la red.
-¡Que no se escape! -gritaban emocionados.
El tritón daba dentelladas, rasgaba con sus uñas los hilos hasta que consiguió abrir un boquete y logró escapar. Con la furia de un tiburón se lanzó a rescatar a su nereida. Pero los pescadores izaban ya la red y, aunque él tiraba para abajo con todas sus fuerzas, no pudo pararlos. Lo único que consiguió fue que lo hirieran en el pecho con un arpón y perdió el sentido.
Los pescadores se sorprendieron muchísimo al ver lo que habían atrapado con sus redes y, pensando que era un regalo del cielo, volvieron inmediatamente a tierra para mostrarlo a los sacerdotes y a todos los habitantes de su pueblo.
Mientras tanto, el tritón recuperó el sentido y, a pesar de las profundas heridas de su pecho, siguió al barco que se alejaba con su amada. Llorando, daba aletazos desesperados dejando la huella de una estela de sangre. Pero seguía la silueta cada vez más lejana de la vela del barco que se llevaba a su amada, hasta que la perdió de vista. Pero aún así, continuó el rastro en la misma dirección y con las últimas luces del crepúsculo llegó a la playa.
Una vez allí, comprendió que la nereida había sido llevada tierra adentro, pero, ¿a dónde? Con mucho dolor logró arrastrarse sobre piedras y rocas hasta alcanzar la entrada de una pequeña cueva. En aquel lugar, hizo sonar su caracola con las últimas fuerzas que le quedaban.
El tritón murió antes de que su música llegara a oídos de la nereida que se encontraba en el centro de la plaza del pueblo, rodeada por todos los habitantes del lugar. Cuando por fin se pudo escuchar el sonido de la caracola, ella sonrió. Por unos instantes, todos callaron al escuchar aquella divina melodía, y luego continuó otra vez el bullicio. Discutieron las autoridades, los pescadores y el resto de los habitantes hasta que el sacerdote más anciano tomó la palabra.
-Esta extraña criatura, que llamáis erróneamente sirena, es una nereida. Una hija o nieta de Poseidón, el dios del mar, quien la ha enviado para informarnos que gozamos de su predilección y que la prosperidad de nuestro pueblo está en el mar. Construyamos un santuario para venerarla. Pero antes la devolveremos al mar. Que se pague a quienes la encontraron el doble de su peso en pescado.
Era de noche cuando la nereida se zambulló otra vez en las frescas aguas del océano. Sólo cuando vio a lo lejos el barco de sus raptores subió a la superficie. Entonces se acercó ansiosa a la playa. Esperaba volver a oír la música de la caracola, pero no fue así. La noche pasó lenta y el viento no le trajo más que el monótono quejido de las olas. No podía creer que el tritón la hubiera abandonado.
-No puede ser...- decía tristemente.
Dudaba de si en verdad había oído la música de la caracola o si lo había imaginado. Pensó que tal vez él había vuelto al territorio de sus juegos y hacia allí se dirigió segura de encontrarlo.
Al día siguiente, un niño que jugaba entre las rocas descubrió el cadáver del tritón. Todos los del pueblo fueron a verlo y supusieron que era el autor de la música que habían oído la víspera.
-El tritón no es un ser legendario. ¡Existe! ¡Lo hemos visto! -decían unos.
-Y hemos escuchado su música -afirmaban otros.
-Era tan real como las nereidas... -se escuchaba en todo el pueblo.
Encima de una pira, hecha de ramas de pino y de laurel sobre la arena de la playa, colocaron al tritón y le prendieron fuego. En su homenaje, clavaron al lado un palo largo con la caracola en la punta para que los vientos la hicieran soplar.
La nereida, agotada y triste, había buscado todo el día al tritón y pensó finalmente que tendría que estar en la costa. Desde lejos vio mucha gente y el resplandor de la hoguera.
-¿Estarán celebrando algo? -se preguntó.
Cuando la playa quedó desierta se acercó, poco a poco. Le pareció oír una música suave. Se dirigió rápidamente hacia donde venía la melodía que la brisa arrancaba a la caracola. La nereida encontró la caracola y, al lado, los restos calcinados del tritón.
-No puede ser, no puede ser... -repetía.
Se fue de allí enloquecida, dando tumbos y coletazos sobre la arena. Sintió como el corazón se le partía en mil pedazos. Y mientras se alejaba, de su boca salía una nostálgica canción de amor. La más triste que jamás se haya escuchado. Era su despedida.
Dice Plinio el Viejo que los habitantes de la aldea que llegaron a escuchar aquella melodía lloraron sin parar durante todo el día y toda la noche.
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