FEROCIO #leyendas #españa #atlantida #guerra
Platón afirmaba que Tartesos y la Atlántida eran el mismo reino. Y ubicaba ese maravilloso lugar en la costa mediterránea, frente a Cádiz.
Según cuenta la leyenda, uno de los herederos de Poseidón, el más temible de los reyes atlantes, se llamó Ferocio y era respetado y obedecido en todo el Mediterráneo por su fuerza y valor.
Cuando Ferocio estaba en paz y disfrutaba de su familia era el hombre más pacífico que se pudieran imaginar, pero bastaba que se enterara de una injusticia para que desatara su ira y ferocidad, y entonces todos los que se encontraban a su alrededor tenían que huir y esconderse para no acabar siendo víctimas del rey.
Una mañana fría, le visitaron los mercaderes tartesios y, quejándose, le dijeron que los comerciantes fenicios estaban comprando las mismas mercancías que ellos, pero ofreciendo un mejor precio, por lo que ellos se quedaban sin nada con qué comerciar. Ferocio se informó detalladamente de lo que estaba sucediendo y, tratando de ser razonable en todo momento para impedir que su furia no se desatara, envió una embajada a Cádiz con el fin de mejorar la situación.
-Nuestro rey dice que no está bien lo que estáis haciendo, que vuestros mercaderes están actuando de una manera desleal. Debemos mantener las buenas relaciones que siempre hemos tenido, por lo que propone que conversemos hasta llegar a un acuerdo de paz que beneficie tanto a Cádiz como a Tartesos.
Pero el consejo de gobierno de Cádiz, formado en su mayoría por comerciantes, respondió lo siguiente:
-No queremos llegar a ningún acuerdo. El comercio es una actividad libre y los mares no tienen dueño, están abiertos a quien quiera navegarlos.
Entonces, los tartesios hicieron lo mismo que sus competidores y pagaron más por los mismos productos, con lo que encarecieron la vida de todos. Y como siempre sucede, el único perjudicado fue el pueblo que tenía que comprar y pagar cada vez más y más.
La situación llegó a ser tal que Ferocio se encolerizó.
-La única manera de frenar el alza de los precios es la guerra. No es justo lo que ellos están haciendo. Hemos de eliminar a nuestros rivales. Hemos de pensar en el pueblo y cuidar la economía de todos.
Entró la primavera el día que Ferocio, con sangre de dioses en sus venas, declaró la guerra a los fenicios.
El cielo estaba despejado, el mar en calma y unos vientos suaves que venían del Atlántico ayudaban a que los barcos se situaran y combatieran frente a la costa gaditana. Pelearon con las mismas embarcaciones con que comerciaban, ya que en aquella época no se habían fabricado barcos de guerra todavía.
Más de doscientos eran los navíos tartesios de Ferocio. Los veleros fenicios no llegaban a cincuenta. Pero los almirantes sabían que allí se jugaba el porvenir de uno de los dos pueblos y que las naves que resultaran vencedoras podrían volver libremente a surcar las rutas del comercio, libres de competencia. Definitivamente, era una batalla que había que ganar. Y por eso, para ambas partes el combate fue muy reñido y prolongado.
Los fenicios protegían Cádiz colocando la mitad de sus naves en hilera a la entrada de la bahía y la otra mitad en mar abierto. A cualquiera de las dos mitades que se fuera el enemigo, acudiría la otra para atacarlo de costado. Pues en aquellos tiempos, toda la estategia de la guerra naval se reducía a embestir lateralmente al enemigo con la proa del barco para partir el otro en dos.
Ferocio reunió a sus almirantes y les dijo:
-La bahía es fácil de atacar, pero podría convertirse en una trampa si nos faltara espacio para maniobrar. Lo mejor es luchar en mar abierto. Que se destaque una docena de navíos en punta de lanza contra la hilera de fuera. ¡Y el resto, detrás!
Los fenicios se defendieron, pero la flota tartesia no sólo era más aguerrida y numerosa, sino que además tenía el viento a su favor en las velas de sus barcos. De ese modo, sus barcos alcanzaban tanta velocidad que arrasaban el frente enemigo sembrando el mar de maderos, velas rotas y guerreros que se ahogaban.
Y parecía que ganaban, pero aún no, la batalla aún no había finalizado. Crujían y saltaban en pedazos los maderos de los barcos fenicios. ¿Sentían los tartesios la victoria en sus manos? Ferocio estaba tan inmerso en su ferocidad que parecía su padre, el dios Poseidón, amo y señor de los mares; tenía el cabello rojo como el de su madre, que mojado con agua de sal enmarcaba un rostro con ojos profundos que echaban al aire chispas de furia.
-¡Adelante! ¡A por ellos! -ordenaba a gritos Ferocio.
De pronto, el cielo se llenó de nubarrones gigantescos. Llegó de inmediato la oscuridad y las nubes enormes se abrieron formando grietas de las que salía un estruendo ensordecedor de mil truenos que llenó el espacio existente. Y el cielo comenzó a echar llamaradas como relámpagos que se precipitaron sólo en las velas de los barcos de Ferocio.
-¡Milagro! ¡Milagro! -gritaban los de Cádiz.
Los tartesios maldecían al cielo mientras las llamaradas continuaban cayendo sobre la madera de sus barcos. Miles murieron ahogados, Ferocio entre ellos, muchos otros consiguieron nadar hasta la costa, pero muy pocos llegaron vivos a Tartesos.
Los fenicios supieron más tarde la razón de su victoria: al sur de Cádiz, en el templo de Melkart, vivían los sacerdotes que cuidaban el olivo de oro y las ramas de esmeraldas del antiguo rey Pigmalión, manteniendo siempre vivo el fuego sagrado. Aquellos sacerdotes, rapados, descalzos y vestidos con túnicas de lino, sabían que si su pueblo era derrotado, ellos se tendrían que irse de Occidente, así que imploraron a Reshef, el dios fenicio del fuego y del rayo, que no permitiera aquel desastre, o al menos que lo pospusiera. El dios fenicio escuchó las plegarias de los monjes y envió el fuego del cielo contra los barcos tartesios.
Pero Reshef no olvidó la segunda alternativa y, por eso, no intervino para impedir la derrota de la raza fenicia, varios siglos después, cuando los romanos destruyeron Cartago.
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