Hace cinco mil años reinaba un hombre extraordinario en las tierras comprendidas ente el Tigris y el Eúfraes: Gilgamesh. Era en dos terceras partes dios y en una tercera parte hombre. Lo veía, sabía y enseñaba todo. Pero también era un tirano. Los súbditos, cansados de sus excesos, se dirigieron a su dios para suplicarle que hiciera algo. Aururu, la madre divina de Gilgamesh, creó con un poco de arcilla y saliva a otro semidios capaz de enfrentarse a su primer hijo: el salvaje Enkidu.
En el primer encuentro, los dos pelearon como toros enfurecidos y Gilgamesh salió mal parado. Sin embargo, el resultado final de tanta ira fue el principio de una gran amistad. Desde ese día, los dos héroes emprendieron juntos aventuras extraordinarias batiéndose contra los ogros divinos y los toros sagrados.
Un mal día, Enkidu enfermó, Gilgamesh lo cuidó con mucho amor y estuvo junto a él hasta que murió. Entonces, Gilgamesh dio rienda suelta a su dolor. Las montañas, los desiertos, las murallas de la ciudad y las orillas de los ríos lo vieron llorar y sollozar. Sus gritos de dolor asustaron a los leones del bosque y a los grandes buitres del cielo. Rompía sus vestiduras y se desgarraba a sí mismo, abandonándose a la violencia de su pesar. Después y antes de abandonarlo en la arena, contempló una vez más la forma inerte de su amigo y vio cómo perdía belleza y dulzura.
-Ahora he visto el rostro de la muerte y la temo. También yo terminaré como Enkidu -gritó.
Sabía, porque la tradición del desierto lo explicaba en cada oasis, que en una isla lejana, en los confines del océano, vivía un hombre solitario que había coseguido no morir. Era un ser viejísimo llamado Utanapishtim. Gilgamesh decidió ir en su busca para aprender el secreto de la inmortalidad.
Así pues, al caer el sol emprendió su viaje.
Tras días y días de marcha encontró el límite de la tierra. Aquí halló una enorme montaña. Su cumbre era alta como el sol y su base descendía bajo las aguas oscuras de los infiernos. Una enorme puerta impedía el paso a todo ser vivo.
Dos monstruos, mitad hombres mitad escorpiones, eran los guardianes. Su mirada era capaz de derretir la roca.
Sin embargo, Gilgamesh no tuvo miedo. Cerró los ojos y se acercó. Los monstruos, cuando vieron tanto arrojo, comprendieron que no se trataba de un simple mortal y, en lugar de aniquilarlo con la mirada, le preguntaron quién era y qué quería.
-Voy en busca del secreto de la vida eterna en la isla más allá del mar -respondió Gilgamesh.
-Nadie ha conocido jamás ese secreto. Los mortales no pueden llegar a la isla donde se halla custodiado. La puerta les cierra el pasadizo que recorre el Sol durante la noche. Ningún hombre puede recorrerlo -djo el jefe de los hombres-escorpión.
-Nada me impedirá cruzarla.
Tras estas palabras, los monstruos tuvieron la certeza de que Gilgamesh era mucho más que un simple mortal y lo dejaron entrar. Gilgamesh se adentró decidido por el pasadizo subterráneo y no tuvo miedo ni de la oscuridad, ni de los cursos de agua que fluían por las paredes, ni de los extraños ruidos que rompian el ambiente inmóvil. Pernsó que el pasadizo era muy largo. Pero llegó al final y, cuando halló de nuevo la luz del sol, su mirada pudo contemplar un espectáculo increíble: había un jardín lleno de colores, con árboles y setos cubiertos de piedras preciosas. Mientras observaba estupefacto esas maravillas resonó una voz en el espacio.
-Gilgamesh, no sigas adelante. Éste es el jardín de las delicias. Detente y gózalo. Hasta ahora los dioses no habían permitido a los hombres llegar hasta aquí. Te han concedido ya un gran favor y no puedes esperar más. La eternidad que buscas no es para ti.
Gilgamesh escuchó, pero la voz mágica tampoco consiguió apartarle de su objetivo. Abandonó el jardín de las delicias y prosiguió el viaje.
Durante días caminó por la orilla de un océano infinito. Sus pies sangraban y su cansancio no tenía igual, cuando por fín vio una casa escondida entre un grupo de árboles altísimos. Se acercó y pidió permiso para entrar. Siduri, la dueña, sorprendida de ver a un hombre en aquellos lares, ordenó a sus criados que cerraran puertas y ventanas.
Al no tener respuesta, Gilgamesh esperó un poco y, después, presa de la impaciencia, empezó a derribar la puerta. Entonces la bella Siduri se asomó a una ventana y le explicó la razón de su desconfianza. Gilgamesh le respondió con amabilidad y le contó el por qué de su viaje. La puerta se abrió y Gilgamesh fue recibido con cordialidad.
Al no tener respuesta, Gilgamesh esperó un poco y, después, presa de la impaciencia, empezó a derribar la puerta. Entonces la bella Siduri se asomó a una ventana y le explicó la razón de su desconfianza. Gilgamesh le respondió con amabilidad y le contó el por qué de su viaje. La puerta se abrió y Gilgamesh fue recibido con cordialidad.
-¿Por qué, oh extranjero, quieres ir tan lejos? No encontrarás nunca lo que buscas. Cuando los dioses crearon a los hombares les dieron también la muerte. La vida eterna se la quedaron para sí. Detente y goza de lo que te ofrece la existencia. Ven, bebamos, dancemos y divirtámonos juntos. Para eso naciste -le dijo la bella Siduri tras recibirle.
Pero Gilgamesh no cedió a tantas zalamerías, sino que se puso a interrogar a Siduri para saber dónde estaba la tierra del sabio inmortal.
-Vive en una isla lejana más allá del océano que ves. Ése es el océano de la muerte. Hasta hoy, ningún ser vivo lo ha surcado. Por casualidad, está aquí el barquero del anciano sabio que me ha traído un mensaje. Es posible que pueda conducirte hasta él -acabó respondiéndole Siduri.
Siduri les presentó y el barquero, tras hacerse de rogar muchísimo, accedió a llevarle.
-Pero sólo con la condición de que tus manos no toquen jamás las aguas sobre las que navegaremos. Es más, cuando tu remo las haya tocado deberás tirarlo y tomar otro. Ni una gota de la muerte podrá tocar tu cuerpo. Como el viaje será largo, deberás llevar al menos ciento veinte remos. Si quieres venir, toma un hacha y empieza a tallarlos -le dijo con toda seriedad.
Gilgamesh obedeció y al cabo de pocos días pudieron emprender el viaje.
Vagaron durante semanas y semanas, a veces por aguas tranquilas y otras por mares revueltos. Pero un mal día se quedaron sin remos. Iban a la deriva y, sin duda, hubieran naufragado si a Gilgamesh no se le hubiera ocurrido una idea. Se quitó la camisa y la utilizó de vela.
Al mismo tiempo, en la isla, Utanipishtin, el hombre inmortal, había empezado a otear el horizonte para ver si llegaba su barquero. Su sorpresa fue enorme cuando descubrió que la embarcación estaba impulsada por el viento y llevaba dos personas a bordo en vez de una.
Así, cuando Gilgamesh llegó a la isla tan deseada, se encontró ante aquel que tanto buscaba. Utanapishtim le preguntó qué quería y Gilgamesh se lo dijo:
-Lo que buscas, oh Gilgamesh -le respondió el anciano-, no lo encontrarás nunca porque en la tierra no hay nada eterno. Lo que los hombres tienen hoy tendrán que cederlo a otros mañana. Sólo así podrán aplacarse los odios seculares, los ríos lo arrastrarán todo y después desaparecerá. ¿Acaso la mariposa que sale de su crisálida no vive solo un día? En este mundo todo tiene un destino. Y en el del hombre también está la muerte.
-Es cierto -añadio Gilgamesh-. Pero ¿acaso tú no eres un hombre como yo? Y en cambio vives eternamente. Dime cómo has descubierto el secreto de la vida eterna.
El anciano sabio miró a lo lejos y en sus ojos pasaron en un instante miles y miles de siglos de su vida anterior. Contempló otra vez a Gilgamesh y sonrió. Entonces le explicó su extraordinaria aventura.
Le habló de los tiempos en que se produjo el diluvio universal y de las razones que llevaron a Ea, el Señor, a salvarlo de aquellas aguas haciéndole construir un arca con la que navegó durante días y días. Le explicó cómo ésta se quedó embarrancada en una montaña alta y le contó la historia de una paloma que fue enviada a buscar tierras emergidas. Después, le contó cómo los dioses empujaron el arca hasta a quella isla donde le habían indicado que debería vivir para siempre.
Gilgamesh comprendió entonces por qué su búsqueda era en vano. Aquel hombre no tenía ningún secreto que desvelar. Era inmortal por gracia divina y no gracias a ninguna ciencia misteriosa. Todos tenían razón: lo que estaba buscando no existía en la tierra.
Cansado y desilusionado, Gilgamesh cayó en un sueño profundo que duró siete días y siete noches. Cuando despertó no podía creer que hubiese dormido tanto. Sólo se convenció de ello cuando vio junto a su lecho los panes que la mujer de Utanapishtim había depositado cada mañana. Había llegado el momento de regresar.
-Gilgamesh, ahora te confiearé un secreto -le dijo el sabio justo cuando se disponía a partir -. En la zona más profunda del mar que te dispones a surcar crece una planta de propiedades extraordinarias. Se parece al aliso negro y tiene espinas como las rosas. Quien coma sus hojas recuperará su juventud.
Gilgamesh dio las gracias al sabio y emprendió el viaje. Cuando llegó al mar abierto detuvo su barca. Se ató a los pies unas piedras que había recogido en la isla y se sumergió en el agua. Se hundió hasta tocar el fondo arenoso del océano. Enseguida encontró lo que buscaba y, sin preocuparse por las espinas que le herían las manos, arrancó la planta, se deshizo de las piedras y volvió a la superficie. Casi sin aliento, subió a la barca y el barquero empezó a remar.
Al cabo de unos días, al tocar tierra en un punto que no conocían, decidieron descansar antes de volver a zarpar, el barquero hacia su isla y Gilgamesh a su reino. Buscaron una fuente y se dispusieron a pasar la noche en un pequeño prado cercano.
Gilgamesh aprovechó para lavarse en aquellas aguas. Se desnudó y dejó su ropa junto a la planta maravillosa. Pero en cuanto se giró, una serpiente salió de los setos atraída por el perfume de la planta y se la comió. Rápidamente mudó su piel y recuperó su juventud.
Cuando Gilgamesh se dio cuenta de todo, se puso a llorar durante horas. Sólo tras haber desahogado sus penas, retomó el camino. Había comprendido que debía aceptar el destino común de todos los hombres. Su viaje por las aguas del más allá le había enseñado que no se puede ir en contra de la voluntad de los dioses.
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