EL GALLO DE ORO #RUSIA #magia #guerra #tragedia #engaño
Hace mucho tiempo, en un reino lejano vivía un zar muy poderoso llamado Dadón. Poseía extensos dominios y era feliz entre su amado pueblo, al que gobernaba hábilmente, defendiéndolo de los ataques de sus enemigos. Por todas partes salía el Zar vencedor, ocasionando a los monarcas vecinos terribles derrotas, por lo cual éstos le temían tanto, que sufrían en silencio todas las humillaciones.
Así pasaron largos años; pero, al fin, no pudiendo Dadón soportar la carga del poder, porque su vista y su brazo se habían debilitado, se vio obligado a abandonar las guerras, retirándose del gobierno para hacer una vida más tranquila.
Tan pronto como sus enemigos supieron que Dadón se había retirado, reunieron las tropas y se lanzaron al ataque, asolando las tierras del Zar de tal manera, que éste se vio obligado a tomar apresuradamente el mando del ejército y defender su reino.
A pesar de esto, el Zar no podía vencer a sus enemigos. Sus soldados luchaban valerosamente; pero todo era en vano, pues los adversarios, atacando en todas direcciones, habían sembrado el pánico y el desconcierto en el ejército de Dadón.
En vista de esta angustiosa situación, mandó a sus heraldos proclamar por todo el reino que aquél que hallase el medio de organizar la destrucción de los enemigos del Zar recibiría en pago un elevado monte de rublos de oro.
Pasaban los días y nadie se presentaba ante el Zar. Pero al fin un viejo brujo, cubierto de harapos y con un gran saco en la espalda, entró en el palacio imperial. Cuando estuvo ante la presencia de Dadón, exclamó, mientras sacaba del saco un gallo de oro:
-Señor, el aviso de vuestra Majestad ha llegado a mis oídos, y deseoso de que vuestro reino pueda permanecer en paz, he fabricado para vos este dorado gallo, que es un fiel vigilante. Haced que lo coloquen en la cúpula más alta de vuestro palacio, y ya no necesitaréis más centinelas. Si vuestros enemigos avanzan hacia vosotros o hacen preparativos de guerra, el gallo erizará las plumas, levantará su cresta y, volviéndose hacia la dirección en que vuestra Majestad sea amenazado, lanzará un quiquiriquí que llegará a vuestros oídos en cualquier sitio donde os encontréis. Si, por el contrario, no existe peligro de guerra, el gallo permanecerá tranquilo…
Dadón, muy agradecido por el servicio que el brujo le prestaba, le ofreció un monte de oro o un río de plata, y además le concedía el deseo que el viejo tuviera en aquel momento o en el futuro.
El brujo rechazó entonces todos los ofrecimientos del Zar, porque no los necesitaba; pero añadió que unos años después volvería ante su presencia para recordarle su promesa. Al decir esto, el viejo saludó tres veces y abandonó el palacio.
Dadón ordenó que el gallo de oro fuese colocado en la cúpula de su palacio.
Mientras los enemigos del Zar se mantuvieron pacíficos, el gallo permaneció inmóvil. Pero en cuanto percibía el más leve preparativo de guerra, por muy distante que fuese,, erizaba sus plumas de oro, levantaba la cresta y volviéndose en la dirección del peligro, gritaba: "¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!" Al oír esto, el Zar mandaba sus ejércitos contra el enemigo en la dirección que el gallo le indicaba. De esta suerte consiguió victorias tan resonantes, que nadie se atrevió ya a luchar contra él.
Así pasaron varios años. Pero al fin, una noche en que el Zar dormía, el gallo anunció con sus gritos que un nuevo peligro acechaba por el Oeste. Dadón dormía tan profundamente, que no lo oyó al principio; pero el tumulto del pueblo , que se agolpaba junto al palacio, le despertó, y al instante, tomando su cetro y sus corona, salió para reunir un nuevo ejército. Cuando lo hubo ordenado, puso al frente de él a su hijo mayor, Igor el Valiente, célebre ya en el reino por sus hazañas, y al despedirle le dijo:
-Por la cabeza de mi enemigo te daré medio reino.
A lo que Igor contestó:
-Tu enemigo es también el mío, mi Zar y señor.
Y montando sobre su caballo, salió hacia el campo de batalla, seguido de sus tropas.
El gallo de oro volvió a quedar inmóvil y el pueblo regresó tranquilo a sus hogares.
Pero pasados unos días, el gallo de nuevo se despertó, lanzando su quiquiriquí. Congregó otra vez a todo el pueblo en torno al palacio del Zar, suplicándole protección.
Este reunió otro ejército mayor que el de Igor el Valiente y ordenó a su segundo hijo, llamado Oleg el Hermoso, que se pusiese al frente de él. Besó el Zar a su hijo y lo despidió diciendo:
-Por la cabeza de mi enemigo te daré la mitad de mi reino.
Y Oleg salió galopando hacia el Oeste, seguido de sus tropas. Pero pasaban los días, y Dadon no recibía noticias de sus hijos. El pueblo comenzaba a inquietarse por la suerte de los príncipes, y el Zar vigilaba los movimientos de su gallo: hasta que por fin éste batió sus alas y advirtió el peligro por el Oeste.
Ordenó el Zar que un tercer ejército, mayor en número que los anteriores, fuese reunido. Ciñó su espada, montó en su caballo y salió hacia el Oeste. Cabalgaron sin descanso durante varias semanas, sin encontrar la menor huella ni de enemigos ni de los ejércitos de sus hijos.
-Esto debería ser para mí un augurio -dijo Dadón-; pero ¿ quién podría decirme si es bueno o malo?
Así, continuaron el viaje, y cuando comenzaban a perder el sosiego ante situación tan extraña, llegaron a la vista de unas tiendas; de ellas, dos eran de púrpura. Se bajaron de los caballos, y acercándose en silencio, vieron a través de la rendija de una roca una tienda de campaña de seda.
-"¡Esta es la tienda de mi enemigo!"- exclamó el Zar.
Sin embargo, en las colinas cercanas reinaba un profundo silencio. Se acercaron a la abertura de la roca y se encontraron con los cadáveres de los acompañantes de los príncipes. Dadón desenvainó su espada. Bajando de su corcel, se dirigió hacia la tienda de seda. No había andado diez pasos, cuando quedó aterrorizado ante la entrada de la tienda, que albergaba los cadáveres de sus dos hijos. Sus armaduras y el arzón estaban a su lado y las espadas, clavadas en el corazón de los dos hermanos, convertidos en adversarios.
El Zar rasgó sus vestiduras y comenzó a llorar amargamente.
-Desgraciado de mi -dijo- tenía dos hijos, que han caído en una emboscada! ¡Vosotros debíais haber vivido lo bastante para presenciar la muerte de vuestro padre, y he aquí que me toca llorar la vuestra!
Todo el ejército unió sus lamentos a los del Zar, y en los valles cercanos repercutían los ecos de sus llantos. De pronto, por la cortina que ocultaba la entra de la tienda, salió una doncella tan bella, que su hermosura podía ser comparada a la de la aurora. Era la mujer cuya belleza cegaba a los hombres y enamoraba sus corazones de tal forma que todo aquello que antes de verla era querido, se convertía en extraño para ellos.
El Zar, al reparar en ella, la contempló y quedó inmóvil. La joven, entonces, sonrió con tanta gracia, que apaciguó su corazón y le hizo olvidar los sufrimientos que le afligían.
Libre ya el Zar de inquietudes, depositó su confianza en la doncella, y ambos entraron en la tienda de ésta, donde pasó el Zar ocho días comiendo y bebiendo espléndidamente, rodeado de los cuidados de la joven. transcurridos estos días, el Zar ordenó que preparasen un carro tirado por caballos muy ligeros, para trasladarse a su palacio en compañía de la doncella. Esta aceptó, y ambos emprendieron el viaje de regreso.
Por todas partes un numeroso gentío salía para saludar a su señor, que regresaba libre de tantos peligros y para conocer la ya famosa belleza de la nueva Zarina.
Todo se desarrollaba felizmente. Pero de pronto un pobre viejo que se abría paso entre la multitud llegó ante la presencia del Zar.
-Bienvenido seas, ¡oh venerable anciano! -dijo Dadón-, y que viva largos años el gallo de oro que ha traído a mi reino la tranquilidad y a mí, la mujer amada.
-Celebro mucho -contestó el brujo- que tengáis a mi gallo en tanto estima, pues he venido hasta aquí para pedir a vuestra Majestad que cumpla la palabra que me prometió. Deseo tener a esta joven por esposa.
Al oír estas palabras, Dadón palideció. Pasados unos instantes, repuesto de la emoción, rogó al brujo que aceptase los mayores honores, riquezas y aun la mitad de su reino antes de pedirle lo que era para él más preciado, aquella hermosa doncella, que por nada del mundo se la cedería.
El brujo, sin atender a las súplicas del Zar, insistió en que su único deseo era poseer a la muchacha.
-Cumplid vuestra promesa y entregádmela -dijo el viejo.
En vano Dadón trató de vencer las pretensiones del viejo, pues éste persistía en su empeño de llevarse a la joven.
Por fin, no pudiendo contener su cólera, levantó su cetro y descargó en la cabeza del brujo un fuerte golpe, que lo derribó desvanecido. Poco después moría el anciano.
El corazón del Zar se entristeció con este suceso; pero en seguida una sonrisa de la joven lo reanimó, lo olvidó todo. Momentos más tarde abandonaban aquel lugar en dirección a palacio.
Al llegar a la ciudad, se oyó un batir de alas. Era el gallo de oro que el brujo fabricara, el cual, al saber la muerte de su amo, esperaba impaciente la llegada del Zar para vengarse. Y así, posándose sobre su cabeza, le dio un picotazo y salió volando a gran altura. El Zar cayó al suelo y murió al poco tiempo, mientras la hermosa doncella desaparecía como por encanto.
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