LA HISTORIA DEL MERCADER Y EL GENIO (Las mil y una noches) (1ªparte) #leyendas #orientepróximo
Mi señor, érase una vez un mercader que poseía grandes riquezas en géneros y tierras, así como en dinero contante y sonante. Con el fin de gestionar sus negocios, de vez en lcuando se veía obligado a realizar viajes a distintas ciudades.
Un buen día que tenía que desplazarse a un lugar distante de su casa, montó en su caballo, llevándose consigo una pequeña bolsa que contenía algunas galletas y dátiles, ya que tenía que atravesar un extenso desierto en el que no era posible encontrar comida.
Llegó a su destino sin que le sucediese ningún percance digno de contarse, arregló sus asuntos y emprendió el camino de vuelta. Durante la cuarta jornada de viaje, un día en el que sol calentaba extraordinariamente, se desvió del camino para descansar bajo unos árboles. Al pie de un gran nogal encontró una fuente de cristalinas aguas. Se apeó de su caballo, lo amarró en una de las ramas del árbol y, después de sacar algunas galletas y dátiles de la bolsa, se sentó al lado de la fuente. Mientras comía los dátiles iba tirando los huesos a diestro y siniestro. Una vez terminada su frugal comida, se lavó la cara y las manos con el agua de la fuente.
Estando ocuado en este menester, vio aparecer de pronto un enorme genio que, con el semblante desencajado por la ira y con una cimitarra en la mano, se dirigía hacia él.
-¡Levántate -le gritó con una voz espeluznante- y deja que te mate por haber dado muerte a mi hijo!
Después de pronunciar estas amenazadoras palabras, la aterradora criatura dio un grito que habría helado la sangre del más valiente. El mercader, sobrecogido no solo por la horrible cara del monstruo, sino también por sus inquietantes palabras, le contestó con voz trémula:
-Mi buen señor, ¿qué he hecho yo para merecer la muerte?
-Te mataré -repitió el genio- porque has matado a mi hijo.
-Pero -dijo el mercader- ¿cómo puedo haber matado a vuestro hijo, si no siquiera lo conozco?
-Cuando llegaste aquí, ¿no te sentaste en la tierra? -preguntó el genio-. ¿No sacaste algunos dátiles de tu bolsa? ¿No tiraste los huesos a tu alrededor?
-Sí -admitió el hombre-, lo hice.
-Entonces -dijo el genio- no hay duda de que has matado a mi hijo, ya que mientras tirabas los huesos paso él por aquí y uno de ellos le dio en un ojo y lo mató. Así que te mataré.
-¡Os ruego, señor, que me perdonéis! -gritó el mercader en tono suplicante.
-No tendré misericordia contigo -fue la respuesta del genio.
-Tened en cuenta, señor, que lo hice sin intención alguna. Os suplico que me perdonéis la vida.
-No -repicló el genio-, puesto que mataste a mi hijo, también te mataré yo a ti.
Y, tras estas terroríficas palabras, cogió al mercader por un brazo y lo tiró al suelo, levantando a continuación su sable para cortarle la cabeza.
El mercader, tras proclamar su inocencia, empezó a gemir por la suerte que correrían su esposa y sus hijos, tratando así de ablandar el corazón de su verdugo y evitar una muerte que veía muy cercana. El genio, con la cimitarra alzada y sin que los lloriqueos le hiciesen mella alguna, esperó a que el hombre dejara de lamentarse.
Al llegar a este punto, viendo que ya era de día y sabiendo que el sultán solía levantarse muy pronto para asistir al consejo, Sherezade suspendió su relato.
-No tengo más remedio que admitir, hermana -dijo Dinarzade-, que tu historia es muy interesante.
-Pues el resto todavía lo es más -apuntó Sherezade-, y me darías la razón, si el sultán me permitiese vivir otro día más y me autorizase a seguir contándotela la próxima noche.
Shahriar, que había escuchado complacido a Sherezade, se dijo a sí mismo:
-Esperaré hasta mañana. Siempre puedo matarla cuando termine el cuento.
Durante todo este tiempo el gran visir había permanecido en un terrible estado de ansiedad, por lo que se sintió tremendamente aliviado cuando vio que el sultán entraba en el salón del consejo sin darle la fatídica orden que esperaba.
En la siguiente madrugada, antes de que rompiese el día, Dinarzade le dijo a su hermana:
-Querida hermana, si estás despierta te ruego que sigas contándome tu historia.
En esta ocasión, el sultán no esperó a que Sherezade le pidiera permiso para continuar:
-Termina la historia del genio y el mercader -le dijo-. Tengo curiosidad por conocer el lfinal.
Así que Sherezade continuó con su relato. Acto que a partir de entonces se hizo habitual cada mañana; esto es, la sultana dejaba una historia sin terminar y el sultán le permitía vivir para que la terminase al día siguiente.
Cuando el mercader (continuó Sherezade) vio que el genio estaba dispuesto a cortarle la cabeza, le suplicó:
-Una sola palabra más, os lo ruego. Concededme una pequeña demora; solo el tiempo necesario para que pueda redactar mi testamento y despedirme de mi esposa e hijos. En cuanto lo haya hecho, volveré y me dejaré matar.
-Lo que me dices está muy bien -dijo el genio-; pero si te concedo la prórroga, mucho me temo que no volverás.
-Os doy mi palabra de honor -lo tranquilizó el mercader- de que volveré sin falta.
-¿Cuánto tiempo necesitas? -quiso saber el genio.
-Os pido un año de gracia -contestó el hombre-. Os prometo que dentro de doce meses, a partir de mañana, estaré esperando debajo de este mismo árbol para ofreceros mi vida.
Tras escuchar esta promesa, el genio desapareció dejando a nuestro hombre bajo el nogal al lado de la fuente. El mercader, una vez recuperado de su miedo, montó en el caballo y prosiguió el viaje.
Cuando llegó a su casa, su esposa y sus hijos lo recibieron con muestras de gran alegría. Pero, en vez de abrazarlos, empezó a llorar con tal desconsuelo que su familia sospechó que algo terrible le había sucedido.
-Dinos, por favor -suplicó su esposa-, qué te ha pasado.
-¡Soy muy desgraciado, querida esposa! -contestó el afligido mercader-. Sólo me queda un año de vida.
Entonces el hombre les contó lo que le había sucedido con el genio, y la palabra que le había dado de volver al cabo de un año para que lo matara. Al escuchar esta triste noticia, los familiares del mercader fueron presa de la desesperación y del llanto.
Al día siguiente nuestro hombre empezó a liquidar sus negocios, pagando antes que nada todas sus deudas. Colmó de regalos a sus amigos y de sustanciosas limosnas a los pobres. Liberó a sus esclavos e hizo las pertinentes provisiones para que no les faltara nada a su esposa ni a sus hijos. El año pasó en un suspiro y llegó el momento de la separación. La pena hizo muy triste la despedida y todos tuvieron que hacer grandes esfuerzos para superar el doloroso trance. Tras varias jornadas de viaje, llegó al lugar donde había visto por primera vez al genio, comprobando que era precisamente el día acordado para el funesto encuentro. Se apeó de su cabalgadura y se sentó al lado de la fuente, esperando, lleno de inmensa angustia, la aparición del genio.
Mientras esperaba, un anciano que llevaba a una cierva amarrada se acercó a él. Se saludaron mutuamente y entonces el anciano le dijo:
-¿Puedo preguntaros, hermano, qué os ha traído a este solitario lugar donde existen tantos genios del mal? Al ver estos hermosos árboles uno podría pensar que es un sitio idóneo para descansar, algo que podría resultar muy peligroso.
El mercader no tuvo más remedio que contarle al anciano lo que lo había llevado a ese lugar. Al recién llegado lo dejó tan atónito el relato que no le costó trabajo confesar lo siguiente:
-Este asunto me intriga sobremanera, así que me gustaría ser testigo de vuestro encuentro con el genio. -Y tras decir estas palabras, se sentó junto al mercader.
Mientras hablaban llegó otro anciano seguido por dos perros negros. Saludó a los que estaban sentados y les preguntó qué hacían en ese lugar. El anciano que llevaba a la cierve le contó entonces el incidente que el mercader había tenido con el genio. Tras escuchar toda la historia, el segundo anciano decidió, asimismo, quedarse para ver lo que pasaba. Se sentó a charlar al lado de los otros. No había pasado mucho tiempo cuando apareció un tercer anciano. Nada más llegar, preguntó por qué estaba tan triste el mercader. Le contaron, pues, la historia, y también él sintió curiosidad por que cómo se resolvía el asunto entre el mercader y el genio; así que se puso a esperar con los demás.
Transcurridos unos minutos percibieron en la lejanía un humo espeso parecido a una nube de polvo. La nube se les fue aproximando cada vez más hasta que, estando ya muy cerca de ellos, desapareció de repente y apareció en su lugar la figura del genio. Este, sin mediar palabra, se abalanzó sobre el comerciante espada en mano y, cogiéndolo por un brazo, le dijo:
-Levántate para que pueda matarte como tú mataste a mi hijo.
Pero, en ese momento, el anciano que conducía a la cierva se postró a los pies del monstruo y le dijo:
-Oh, príncipe de los genios, os suplico que no os dejéis arrastrar por la furia y que me escuchéis. Os voy a contar mi historia, que está íntimamente ligada a la de la cierva que llevo conmigo, y si la encontráis más maravillosa que la del mercader al que estáis a punto de matar, os pido que le rebajéis a este un tercio de su castigo.
El genio lo pensó un instante, y luego dijo:
-Está bien, de acuerdo.
Segunda parte en "La historia del primer anciano y la cierva".
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