MONTE PANO Y SAN JUAN DE LA PEÑA #leyendas #aragon #fe #reino
Entre todas las peñas famosas de Aragón, la más entrañable es San Juan de la Peña, por ser la cuna de Aragón y de su reconquista y símbolo de nuestra tenacidad y voluntad, y de nuestra no resignación ante la adversidad.
Un anacoreta, que hace doce siglos dejó su Atarés, su pueblo. Caminaba, dominando su cuerpo y flagelando sus instintos, dejando volar su alma enamorada de Dios. Un día, en el hondón de la roca hecha bóveda, sus delgadas manos empezaron a apilar piedra sobre piedra la humilde ermita de San Juan Bautista. Aquel día, empezó a hacer Aragón.
No lejos de la enorme gruta de San Juan de la Peña se encuentra el monte Paño que enlaza su historia con la del Santuario.
Cuenta la leyenda que cuando los árabes invadieron nuestra tierra, aunque muchos de nuestros mayores pactaron con ellos y se avinieron a ser sus amigos-esclavos, un gran grupo de cristianos huyeron al Pirineo, a lo más intrincado de sus montañas y se reunieron en el monte Paño en donde decidieron construir una ciudad que llevaría su nombre y que significaría la resistencia al invasor.
La abigarrada multitud, con sus sayas de colores lampantes y sus zamarras de piel de oveja, llenaba la explanada del Paño y las jergas de sus valles se entremezclaban animadas. Una misma ilusión los unía a todos.
Iban colocándose donde lo disponía un anciano de cabellos blancos bajo los que se asomaban unos ojos de azul intenso. Lo ayudaban en la tarea sus dos hijos. Oto y Félix, nerviosos mocetones, que querían acelerar todas las cosas para disponerse pronto a luchar contra el invasor de sus tierras. Rebullían por los corros de gentes; aquí hablaban con unos, allá con otros, persuadían, animaban y contagiaban reclutando a la juventud para la pelea.
Una mañana, al acercarse a su padre para recibir las órdenes del día, lo encontraron con el rostro más grave que nunca, la mirada triste, hasta más encorvado que otras veces por el peso de los años y las preocupaciones. Les explicó que la noche anterior había escuchado un quejido lloroso:
-Es la Madaleta que siempre suena así, quejumbrosa, cuando se avecina una desgracia y más todavía si el Cuculo se corona de boiras negras como esta mañana.
Por desgracia, el presagio de la montaña maldita no tardó en cumplirse. Los agarenos habían descubierto el proyecto de ciudad y fortaleza en el monte Paño y se disponían a atacarla y asolarla antes de que estuviera terminada del todo. Una muchedumbre increíble de guerreros moros subía ya por las laderas de la montaña.
Los aragoneses se dispusieron a una lucha desigual, como tantas y tantas veces les iba a tocar a lo largo de su historia. Y todos, hombres, niños que apenas podían con el peso de la azcona, viejos de pulso tembloroso, mujeres hechas para dar paz y cariño, todos se aprestaban a la defensa.
De nada les iba a servir. La batalla fue terrible. Por cada cristiano había treinta moros. Uno a uno fueron cayendo los defensores ante el mortífero alfanje sarraceno que se ensañaba de manera especial contra los niños, como si quisiera matar de raíz todo intento de rebrote del campo cristiano.
En horas, el proyecto de ciudad quedó cubierto de sangre. Solamente quedaron para contarlo dos hombres, maltrechos y heridos: Oto y Félix, que tuvieron que apartar los cadáveres de sus compañeros para poder ponerse en pie. Los sarracenos, cumplida su misión habían desaparecido.
Al encontrarse vivos, exclamó Félix:
-¡Oto, hermano mío! -corriendo para abrazarlo.
Él, sin una lágrima en los ojos pero con toda el alma en su voz, le contestó:
-Tu hermano, sí, pero Oto. He olvidado ese nombre. Ya no me llamo Oto. Hice un voto y desde hoy en adelante me llamaré Voto.
Difícil le iba a resultar a Voto cumplir su promesa. Y a Félix que desde el primer momento decidió unirse a su hermano en la empresa: sacar de las cenizas del maltrecho Aragón un pueblo nuevo.
De momento no tenían otra posibilidad que animarse mutuamente y adiestrarse para la lucha en la montaña, dedicándose a la caza que era lo único que tenían a su alcance, incluso su único medio de vida.
Aquella mañana Voto perseguía a un corzo. Lo adivinaba entre los pinos, abetos y matojos. Se habían lanzado a todo el galope que permitía la espesura del terreno. Ya le parecía tener la pieza a tiro, cuando se le volvía a escabullir. En un instante en que el animal asomó su testa entre la maleza, casi un poco a ciegas le lanzó la azcona con toda la fuerza de su brazo.
Vio que el corzo dibujaba una cabriola en el aire y Voto se precipitó tras él. El caballo relinchó lastimero, clavo sus cuatro cascos en la roca cubierta de musgo y sin derrapar, quedó clavado al suelo con todas las crines erizadas.
El jinete, milagrosamente aferrado al cuello de su montura, no salió despedido. Temblando todavía, descabalgó, apartó con su espada la maleza y quedó horrorizado al comprobar que unas pulgadas más y se hubiera precipitado en el abismo de piedra.
Recordó que se había encomendado a San Juan. Solo un milagro del cielo y de su patrono le habían salvado la vida. Atraído por el vertiginoso precipicio quiso explorar el hondón que le había maravillado.
Un escarpado sendero de cabras que se borraba del todo en el trecho que bordeaba el abismo. Lo siguió con toda cautela. De cuando en cuando la espesura le dejaba adivinar el fondo de la barrancada muchísimo más abajo.
A su paso graznaban los aguiluchos escondidos en los profundos agujeros de la roca, y las águilas reales, espiaban sus movimientos desde su vuelo majestuoso.
A su lado, solo las lagartijas parecían moverse seguras por la peña.
Al cabo de una hora descendiendo y jugándose la vida, llegó a la base de la peña.
La gigantesca mole de piedra terminaba en una cueva a la que defendía de las inclemencias a modo de visera. Entró en la gigantesca gruta, y casi en el fondo descubrió lo que parecía una rústica ermita de piedras amontonadas, sin puerta alguna que la cerrase. Entró en ella.
Parecía el símbolo de la pobreza y austeridad. Y en el suelo, tendido, el cadáver andrajoso de un ermitaño con un basto sayal, ya medio podrido por el tiempo. La tétrica visión lo dejó paralizado. Observó al anacoreta. Ni rictus de dolor o desesperación; solo serenidad en sus rasgos carcomidos y apergaminados. Su cabeza estaba apoyada en una piedra a manera de almohada y sobre ella podían leerse unas palabras toscamente trazadas:
"Yo, Juan, fundador de esta Iglesia y el primero que la habitó, por amor de Dios despreciando la vida humana, como pude, construí esta Iglesia y la dediqué a San Juan Bautista; en la cual he vivido largo tiempo como ermitaño, y ahora, muerto, descanso en el Señor. Amén".
Voto comprendió la ayuda de San Juan y de este otro Juan (Juan de Atarés) servidor suyo. En adelante ya tendría una misión que cumplir: consagrar al cielo este rincón idílico del Pirineo.
San Félix y San Voto serían los primeros habitantes del Monasterio de San Juan de la Peña que había cimentado el ermitaño Juan de Atarés.
Con San Juan de la Peña, Aragón se ponía en pie y comenzaba no solo la cruzada contra el Islam, sino el nacimiento de un Reino, Aragón.
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