EL VIAJE A LA ISLA DEL AMOR #indonesia #leyendas
Corrían los tiempos en los que en el Árbol de la Vida, que crecía solitario en mitad del océano, sólo había dos pájaros: un calao macho y un calao hembra. Eran negros, tenían cola y patas blancas, y un pico largo y curvo. La hembra estaba apoyada en las ramas más altas y el macho un poco más abajo.
Sin embargo, un día se pelearon. Estaban devorando los brotes del árbol y pasaban de una rama a la otra, con las grandes alas semiabiertas y las garras sacadas, de modo que terminaron por estropearlo. El árbol perdió todas sus yemas.
Las yemas cayeron entre las olas donde el agua las transformó en un barco de oro. Los dos pájaros enemigos no se dieron cuenta y continuaron peleando hasta que el árbol terminó herido hasta en sus fibras más íntimas. Volaron trozos de madera preciada hacia el cielo del Norte y hacia el del Sur, pero terminaron cayendo a las olas puesto que éstas se extendían hasta la infinidad. A su vez, los trozos de madera se convirtieron en un barco negro. No quedó nada más del Árbol de la Vida.
Los dos calaos, al ver el resultado de su cólera, se entristecieron y lloraron por el ramaje que les había servido de refugio hata entonces. Fue en ese momento cuando el calao macho se dio cuenta de un movimiento del barco de oro e intentó comprender su origen.
Vio a una muchacha muy hermosa cubierta con un manto de colores. Era la mujer nacida de las yemas blancas caídas. El calao macho se enojó porque pensó en la soledad de una muchacha frente al inmenso y desconocido océano primitivo y la emprendió de nuevo con el calao hembra. Se le echó encima y la hirió en el cuello con su pico.
Entonces, de la herida se desprendió un extraño almizcle blanquecino que cayó con la sangre a las aguas. Las olas lo convirtieron en un ser humano de sexo masculino. Así fue cómo un joven nació a partir del almizcle del calao hembra.
Transcurrieron algunas semanas antes de que las dos barcas chocaran. Al principio fue un golpecito suave y luego otros más fuertes hasta que los dos jóvenes se despertaron.
Manjamei, el joven nacido del almizcle blanco del calao hembra, vio a Kahukup, la muchacha nacida de las yemas, y en su corazón estalló una gran tormenta. Le dirigió unas palabras, las primeras que sonaron bajo el cielo del Sur.
-¡Escucha, muchacha! ¡Óyeme! Algo extraño está sucediendo en mi corazón. Quiero que seas mi esposa y quiero unirme a ti. Este sentimiento funde mi alma.
Kahukup sonrió y, dirigiendo la mirada hacia las olas marinas, permaneció en silencio un largo momento. Después. miró a los ojos al joven Manjamei.
-No tengo nada contra tu propuesta -respondió la muchacha-. Sólo quisiera decirte una cosa, pero antes debes prometerme que no te enfurecerás por lo que voy a pedirte.
-¿Qué deseas?
-No me opongo a la unión de nuestros cuerpos, pero deberás satisfacer un deseo.
-Me muero por conocerlo.
-Deberás salir en busca de una isla, por pequeña que sea, donde nuestras embarcaciones puedan atracar. Cuando la hayas encontrado seré tu esposa y nuestros cuerpos podrán abrazarse tiernamente.
Al oír estas palabras, el joven nacido del almizcle blanco del calao hembra se puso muy triste.
-Vaya -dijo. No está mal tu propuesta. Con las palabras dices una cosa, pero las conviertes en algo inalcanzable con esa pretensión desmesurada. ¿Cómo quieres que encuentre una isla, por pequeña que sea, en medio de este océano infinito?
Pero Manjamei inició la búsqueda de lo imposible y, con las manos abiertas, impulsó el barco negro hacia los límites desconocidos del océano.
Navegó durante días y días, tan pronto por aguas enfurecidas, como por mares tranquilos. Vio formarse las tormentas más terribles bajo el impulso de viento del Norte e intentó en vano luchar contra las corrientes que lo arrastraban en todas las direcciones.
Un día, llegó a un lugar donde el océano era más transparente y no había viento. Manjamei no lo sabía, pero se hallaba sobre la morada submarina de Mahatala, la serpiente acuática, la divinidad de lo superior y lo inferior, del bien y del mal.
Manjamei miró a su alrededor y se sintió más sólo y desesperado que nunca. Las fuerzas le estaban desapareciendo; el largo viaje había dejado profundas marcas en su rostro. Se detuvo y se abandonó a la tristeza. De sus ojos manaron lágrimas amargas, que fueron las primeras que vertió un ser humano. Así permaneció, con la cabeza gacha, casi esperando que se cumpliera su destino.
La serpiente acuática Mahatala lo vio. Como podía verlo todo, también vio en el otros extremo de su reino líquido el barco de oro de Kahukup y lo comprendió todo.
-Tengo que ayudar a estos dos jóvenes. El océano no puede continuar siendo infinito. Tengo que encontrar la forma de limitarlo con alguna playa. Será difícil pero lo conseguiré. -dijo para sí.
Mahatala llamó al Roedor de la Tierra y al Limador del cielo, y así, limando y royendo, consiguieron crear un cesto de tierra. Después, Mahatala vació su contenido en el agua y lo convirtió en una isla sobre la que plantó árboles tropicales: el samtuán. También creó una prominencia abrupta parecida a una montaña alta.
El trabajo de la serpiente acuática fue largo, pero estuvo acabado a tiempo para que Manjamei lo viera. El joven estaba tan desesperado que estaba a punto de morir. En cuanto vio que había aparecido una porción de tierra en el océano y que una alta montaña la hacía visible sobre las aguas se puso a reír de alegría. Esa risa resonó como si fuera el grito de un pájaro enorme. Kahukup la oyó y dirigió su barco de oro hacia donde se hallaba la barca de Manjamei.
-Aquí tienes tu isla -le dijo Manjamei a modo de bienvenida-. ¿Era eso lo que querías?
-Claro -respondió Kahukup-. Claro. Aquí está la tierra y yo me convertiré en tu esposa. Pero sólo accederé a casarme cuando hayas construído una casa para que pueda protegerme de la intemperie.
Manjamei la miró mientras se alejaba de nuevo. Después empezó a navegar. ¿Cómo podía construir una casa? Vagó durante largo tiempo, aunque nunca se alejó de la isla surgida de las aguas.
Cierto tiempo después, emergió de los abismos la diosa Djata. Caminando sobre las olas, la diosa llamó en su presencia al señor del viento y de las tormentas y les ordenó que sumergieran el islote. Al cabo de unos minutos, no quedó más que la punta de la montaña al exterior.
Mahatala lanzó sobre ese peñasco siete trocitos de madera. Djata los recogió y se puso manos a la obra. Construyó en un santiamén una magnífica vivienda, que se llamó la casa perfecta. Al verla, Manjamei se alegró de nuevo y volvió a reir.
-Ésta vez, Kahukup no podrá encontrar más excusas -se dijo para sí.
Y así fue.
-Seré tuya, Manjamei -dijo la muchacha, que llegó atraída por la risa de Manjamei.
Abandonaron sus embarcaciones y ya en tierra se unieron amorosamente. De esa unión nació toda la humanidad.
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