EL POZO DE CONNLA #leyendas #irlanda #oceano #poesia
En aquel tiempo había pocos hombres. Vivían recogiendo los animales que el océano iba depositando en las playas día a día, se peleaban por la posesión de una mujer, de un trozo de madera o de una piedra. De sus labios apenas salían sonidos articulados.
Sin embargo, un día una mujer a la que su compañero había pegado fue a refugiarse en la cabaña perdida. Se adaptó a la soledad, al viento, a las rocas y al ruido continuo del océano. Así pasó mucho tiempo y dio a luz a un niño. Era hijo del hombre que la había pegado y expulsado, pero ella siempre amó al bebé.
El niño se convirtió en un hombre fuerte y lleno de bondad. Cuando no ayudaba a su madre a buscar comida o leña, iba a sentarse a la orilla del océano. Así aprendió a reconocer todos sus aspectos. Sabía cuándo se preparaban las tormentas o cuándo se acercaban los períodos tranquilos. Incluso la menor de las señales era para él una indicación precisa. Sabía cuándo venía el tiempo de la marea alta o cuándo las corrientes se preparaban para cambiar de dirección. Los colores, las transparencias y la temperatura de las olas eran otras señales de lo que se preparba.
Aprendió a comprender el significado de las nubes en el cielo y del paso del viento a través del brezo. Pero lo que más le fascinaba era el eterno murmullo de las olas del mar. No conseguía comprender la razón de tanta variedad de sonidos comparado con la escasez de sonidos que él podía emitir con sus labios.
Un día decidió ir más allá de la orilla. Construyó una balsa con troncos de árbol que el océano había abandonado en la playa. Abrazó a su madre, que lloraba viéndole partir hacia lo desconocido, y aprovechando la marea alta partió.
Vagó todo un día y toda una noche antes de que la costa desapareciera del horizonte. Entonces comprendió que estaba solo. Comió un poco de la comida que se había llevado de casa y se durmió.
Anduvo a la deriva durante todo el día siguiente, arrastrado por las corrientes amigas y sólo una ola más violenta que las demás lo despertó. Al mirar a su alrededor, comprendió que su embarcación no podría resistir la tormenta que estaba a punto de estallar. Intentó luchar con el palo que le servía de remo, pero sus fuerzas no podían competir con las del gran océano. Sin fuerzas, terminó por abandonar la lucha y, pero las olas se lo tragaron.
Su estancia en el pozo misterioso duró sólo unos segundos. Después, una fuerza irresistible lo arrastró fuera. Una calma transparente y líquida le condujo de nuevo a la superficie. Volvió a ver los mismos animales de antes y esta vez, en un instante, encontró las palabras para describirlos: estaba el pulpo de ojos de seda, el oso marino blanco, la ballena azul con enormes aletas negras, el delfín gris, la sepia multicolor y los arenques brillantes como puntas de flecha y, en las vísceras del viejo océano, había centenares de luces transparentes que pertenecían a muchas otras formas vivientes. Más arriba, en la superficie, las largas algas viscosas mecían sus brazos al compás de las aguas.
Tuvo un instante para apreciar en su cuerpo la suave sensación de la espuma y después se halló en su playa de siempre. Vio la cabaña donde había nacido, a su madre corriendo a su encuentro, el brezo que crecía entre las rocas y volvió a oír el ruido del viento.
Explicó su aventura a aquella que le había dado a luz y notó que pronunciaba palabras que eran desconocidas en la tierra de los hombres. Su ritmo era tan perfecto que, aún sin entenderlas, la madre siguió escuchándolas durante horas.
Ese nuevo canto vibró con tanta fuerza entre las rocas de las islas que los hombres y mujeres de otros pueblos lejanos lo oyeron y se acercaron a escucharlo.
Desde entonces existe la poesía entre los hombres, aunque sea un bien de pocos. Para recibirla como un regalo hay que ir a buscarla allí abajo, al pozo submarino de Connla, en las profundidades del viejo océano.
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