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Imagen de junko en Pixabay 


Desde hace más de dos siglos que en la ciudad de México, al sonar las campanas de la media noche en la catedral, recorre sus calles desiertas y oscuras una mujer vestida de blanco, exhalando unos agudos gemidos que aterran a cuantos tiene la desgracia de oírla, ya porque velan, ya por la curiosidad que los domina y les hace esperar, despiertos, su paso, de un extremo a otro de los barrios ciudadanos.  Tan pronto se le oye en la catedral, como en San Pablo, como en las más distantes callejuelas.  Es un alma en pena, que busca su redención por el llanto y los gemidos.

A finales del siglo XVI vivía sola, en una humilde casita de una callejuela oculta, una bellísima joven llamada Luisa.  Cada día era mayor el número de admiradores que, deseosos de contemplarla, paseaban a todas horas y animaban la callecita antes solitaria y olvidada.  Por las noches, no era raro oír trovas y endechas de galanes enamorados.  Algunas veces, al sorprenderlos la ronda, la noche era testigo de riñas y cuchilladas, que dejaban un rastro de sangre hasta la mañana.  La puerta y las ventanas de la casa de Luisa permanecían siempre cerradas, como si nadie la habitara.  Jamás se oyó un rumor, ni se dejó traslucir un rayo de luz por las rendijas.



La callejuela hacia un recodo cerca de la casa de Luisa; allí, en una modesta hornacina, se veneraba la imagen borrosa de un santo, a quien una mano devota encendía todos las noches sin luna, oscuras y largas, o cuando la lluvia o el viento espantaba a los galanes cantores, se sentían unos pasos misteriosos, que se acercaban con premeditado recato.  Al mismo tiempo, con gran precaución, se abría la puerta de la casa de Luisa y salía de ella una mujer cubierta por un manto, que se acercaba al retablo, abajo la luz del farolillo, donde la  esperaba un joven apuesto, envuelto en su capa.  Allí permanecían en dulce coloquio, hasta que el alba venía a dar por terminado el amoroso diálogo.

Una mañana los vecinos del barrio se sorprendieron al ver las puertas y ventanas de la casa de Luisa abiertas de par en par y sin que la joven apareciera por ninguna parte.  La noticia corrió por toda la ciudad y no hubo persona que no pasara de largo por la callejuela para cerciorarse de que era cierta la noticia, que era el escándalo en todo México.

Los curiosos hacían mil referencias diversas del lance, barajando nombres, títulos y cargos, pronunciados en voz baja, con el nombre de la desaparecida, la gente fue olvidando el suceso y no volvieron a nombrar a Luisa, no a su desconocido galán.  La calle volvió a quedar olvidada y desierta y en las oscuras noches, el farolillo que alumbraba al santo, no volvió a cobijar rondadores, no oyó más serenatas.




En lugar apartado de la ciudad, formó su nido de amor no santificado, el gallardo y opulento heredero de los Montes-Claros.  Allí fue Luisa feliz, consagrada a su ciega pasión por don Nuño y al tierno amor de sus tres hijitos.  Su existencia, serena durante esos años, fue poco a poco tornándose inquieta y amarga.  La ardiente pasión que el de Montes-Claros le mostrara iba cambiando, sin que ella diera lugar a semejante desvío.  Olvidada su costumbre de visitarla diariamente y llegó hasta dejar una semana.  Cuando llegaba, Luisa lo recibía con el amor de siempre, sin lograr retenerlo más de un breve rato, dejándola agraviada, con el llanto en los ojos.

Una noche, al toque de queda, Luisa mecía en sus brazos a su más tierno hijito, junto a un balcón abierto.  La luna iluminaba su triste semblante, por el que corrían las lágrimas que a raudales brotaban de sus ojos.  De improviso, movida por un impulso misterioso, coloca al niño en su cuna, y envuelta en un mantón negro se lanza a la calle.  Sin saber a donde iba sus pasos le llevaron frente al palacio de Montes-Claros.  



Los balcones del palacio, abiertos de par en par, lucían hermosas luminarias y dejaban oír la alegre música de un sarao.  Se percibían, desde la calle, las voces animadas de la concurrencia y el chocar de los vasos, mezclados con las risas y los aplausos.  

Luisa no acertaba a comprender como podía ser tan feliz quien la hacía con su desdén, tan desgraciada.  Se acercó resueltamente a unos lacayos que estaban en la puerta y preguntó el motivo de la fiesta.  Por ellos supo que aquella mañana se había celebrado, con pompa extraordinaria, el matrimonio de don Nuño de Montes-Claros con una gentil dama de noble familia, como él.  Luisa inmóvil y helada, quedó largo rato junto a la puerta. Sin una lágrima que pudiera delatarla, se deslizó furtivamente por el patio, y llegando a la escalera subió de prisa y se encaminó por un corredor estrecho.  Allí pudo ver a don Nuño en amorosa conversación con su dama, cogiendo entre sus manos las manos de la que ya era su esposa, como en otros tiempos tuviera las suyas aprisionadas, a la luz del farolillo del santo.

Sin saber cómo, Luisa volvió a encontrarse sola en la calle, lejos de los rumores y las luces del sarao.  Su paso era firme y veloz, como si huyera de si misma.  Al llegar a su casa, se dirige, ciega de dolor y espanto, al armario de su alcoba donde buscó algo que encontró en el fondo de una cajita olvidada.  Era un pequeño puñal, que don Nuño le había dejado.  



Un horrible relámpago pasó por sus ojos; corrió hacia la cuna de sus hijos y, loca, desesperada, les arrancó  la vida a los tres.  Con las ropas manchadas de sangre, corrió por toda la ciudad, lanzando gritos de dolor hondos y penetrantes.

La justicia la condenó a morir en garrote vil, por su crimen horrendo.  Se levantó el cadalso en una plazuela junto a su casa.  Desde el amanecer, la muchedumbre llenaba ventanas y balcones y se apretaba en aceras y calles próximas, esperando la llegada de la madre inhumana.  A las doce del día, cuando la plebe implacable se arremolinaba en las calles, se oyó el sonido de la campanilla anunciando la llegada del reo.  El cortejo lúgubre avanzaba; Luisa con el pelo en desorden, el rostro lívido, cargado el pecho de reliquias y escapularios, caminaba con la ayuda de dos hermanos de la Cofradía de los Ajusticiados.  

De la belleza sin par que fue en un tiempo el encanto de don Nuño Montes-Claros no quedaban ni las huellas más remotas.  Con los ojos bajos, subió las gradas del cadalso, oyendo los rezos de los sacerdotes.  Al subir al patíbulo, alzó la mirada, y al encontrarse con su casa enfrente, dio un grito espantoso en medio de un temblor convulsivo, elevó las manos al cielo, y cayó al suelo, inerte.  La justicia del cielo se había adelantado a la de la tierra.  Aquella misma tarde, entre cantos y salmodias, salía del palacio de los Montes-Claros el entierro de don Nuño.



Desde entonces se escucha por la noche, cuando dan las doce en la catedral, el grito agudo y estridente de la llorona.  Es el alma de Luisa que, sin un momento de descanso, va en pena por las calles y plazas de la ciudad.

 






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