EL PAPAMOSCAS DE LA CATEDRAL #leyenda #españa #burgos #amor #recuerdo
Imagen de Eveline de Bruin en Pixabay
En el interior de la Catedral, sobre una de las puertas, puede verse el Papamoscas (autómata de la Catedral de Burgos, que todas las horas en punto abre la boca al tiempo que mueve el brazo derecho, para accionar el badajo de la campana), que está encerrado en la caja de un reloj, del tipo de los famosos relojes de Venecia. Hoy en día, en silencio, se limita a abrir la boca al sonar de las campanadas.
Hubo un tiempo en que al gesto extravagante, acompañaba un sonoro grito, lo cual provocaba en los fieles una gran risa, con la consiguiente irreverencia. Al final, un prelado con poco sentido del humor, pero muy respetuoso con la santidad del lugar, ordenó que le fueran seccionados algunos nervios al simpático personaje, que después de la intervención casi quirúrgica, quedó mudo y casi inmóvil.
Nuestro Papamoscas fue creación del rey Enrique III, el monarca Doliente, que tenía por costumbre acudir todos los días a la Catedral de incógnito. Permanecía unos minutos en el gótico templo, sumergido en devota abstracción. Un día vio a una muchacha que oraba fervorosamente ante el sepulcro del conde Fernán González. Se paró unos momentos a contemplarla, volvió la joven la cabeza y sus ojos se encontraron. Salió turbada la muchacha mientras don Enrique la seguía hasta su casa. Echo, que se repitió todos los días. Cambiaron sonrisas y miradas pero ninguna conversación.
Un día al salir, la joven dejó caer un pañuelo. Se adelantó el rey recogiéndolo. Lo guardó con gesto apasionado en su pecho y entregó el suyo a su silenciosa amiga. La joven tomó entre sus dedos el pañuelo que el rey le tendía, y se alejó. Desde entonces no se la volvió a ver en la Catedral, ni por las calles de la ciudad.
Pasó un año. Un atardecer, paseaba don Enrique por un bosque, cuando de pronto se dio cuenta de que se había extraviado, intentando en vano, regresar. Seis hambrientos lobos rodearon al rey castellano. No se asustó. Echó mano a su espada y luchó contra las fieras, librándose de tres de ellas, aunque acabó fatigado.
Ya estaba a punto de sucumbir a los ataques furiosos de los lobos, cuando oyó un grito extraño y un tiro de fusil. Espantados, los animales abandonaron a su presa, huyendo por el bosque, entre los árboles. Ante el sorprendido monarca surgió una mujer cuyo rostro bello, aparecía dolorosamente contraído. Ni una sola palabra salió de sus labios, tan sólo, un lamento salió de su pecho.
El rey reconoció que era la muchacha de la Catedral. Avanzó unos pasos y le tendió sus brazos, pero la muchacha le detuvo, y con dolorosa sonrisa dijo:
-Te amo porque eres un ser noble y generoso. En ti amé el recuerdo de Fernán González y del Cid, pero no me es posible ofrecerte mi amor. Debemos sacrificarnos los dos.
Con estas palabras cayó muerta. En su mano derecha todavía estrechaba el pañuelo que le dio don Enrique. El rey se alejó apesadumbrado por un recuerdo que sería imborrable. Llamó a un artista para que hiciera un reloj, que cada hora diese un grito como el que aquella joven emitió para ahuyentar a los lobos. cuando le tenían rodeado. ¿Se parecería?
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