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LA PEÑA DEL MORO #lucha #reconquista #tristeza #leyenda #españa






Saliendo de Toledo por el puente de San Martín, y dirigiéndose hacia la ermita de la Virgen del Valle, se llega a un cerro coronado de enormes peñascos.  Allí hay unas piedras amontonadas en una forma que recuerda vagamente la figura de un hombre.  También hay una sepultura cavada en la roca y vacía. Sobre esto hay la siguiente tradición que recogen los historiadores locales.

Después de ser conquistado Toledo por el rey Alfonso VI, en 1085, hubo en todo el Islam una enorme lamentación.  Algunos caudillos sarracenos quisieron volver a plantar su estandarte en los muros de la hermosa ciudad.  Uno de ellos llegó a poner sitio con sus fuerzas a Toledo.  Contemplando su belleza juró que no partiría de allí sin conseguir su propósito o morir en el intento.  Durante los días que duró el cerco subía hasta esa peña y allí pasaba largas horas contemplando los muros y las torres de la ciudad.

Pero las tropas cristianas levantaron el sitio.  El caudillo sarraceno murió en una de las batallas que se dieron, siendo enterrado en aquel lugar.  Desde entonces se llama a aquel sitio la pena del Moro.  El escritor Eugenio de Olavarría interpreta así esta tradición:

"En el año 1083 de la era cristiana reinaba en Toledo Yahia Alkadir Billah, hijo de Al-Mamún, aquel monarca a quien las crónicas cristianas pagan con el dictado de generoso la hospitalidad que concediera a Alfonso VI, cuando fugitivo del Monasterio de Carrión, donde su hermano le encerrara, vino a buscar en las orillas del Tajo un asilo en que llorar amargamente la pérdida de la batalla de Golpejar.  Pocos años habían pasado de esto, y el fugitivo de entonces, hecho ya rey de Castilla, de Galicia y de León por muerte de don Sancho, sitiaba ahora a Toledo, pagando con la ingratitud los favores que debiera al monarca toledano.

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Puente sobre el río Tajo

En vano Yahía había enviado mensajeros al campo de su enemigo, para traer a su memoria el recuerdo de aquellos días en que eran amigos en la corte de su padre; evocaba la imagen de éste y los beneficios que de él recibiera Alfonso, para que terminase pronto aquella guerra tan deshonrosa para el leonés como dura para el árabe toledano; en vano, fallida la esperanza de conseguir algún resultado de este modo, había descendido a ofrecerle un tributo, que tenía por oneroso; el sitiador, que veía segura su presa, no había roto los fueros de la gratitud, para cejar en su ambicioso empeño, sin que a ello le obligase otra cosa que los impulsos, de su corazón; por otro lado, queriéndolo todo, rechazó la pequeña parte que le ofrecían, y rotas las tentativas de negociaciones, continuó arrasando dos veces al año las campiñas toledanas, en espera de que el hambre le hiciese dueño de una plaza de la importancia que tenía Toledo, sin exponerse a las pérdidas que habría  de sufrir en un ataque.  Cinco años llevaba así.



En tal situación, acudió Yahía a los reyes moros unido a él por algún lazo de amistad, manifestándoles lo que le pasaba y las consecuencias que la conquista de Toledo podía tener para el poder árabe en España.  Sólo dos, el rey de Zaragoza y el de Badajoz, escucharon la súplica del toledano y comprendieron que, por interés propio, debían unirse contra el enemigo común, pero como si Alá, en el libro eterno de los destinos, hubiera escrito la humillación y el término de la grandeza de los Dilnún, el rey de Zaragoza murió antes de poder llevar a cabo su generoso propósito, y el de Badajoz murió también, después de haber sido derrotado por las tropas de Alfonso, que cayeron sobre él de improviso cuando se dirigía hacia Toledo.  Estas noticias acabaron de llenar de terror a los árabes toledanos.

Al mismo tiempo, y como para que no perdiera de una vez sus ánimos, pareció el cielo enviarles un salvador desconocido.  Respondiendo desde más allá del Estrecho al desesperado llamamiento de Yahía, un príncipe africano, Abul Walid, venía desde su reino para observar por sí mismo la importancia del daño y las necesidades de socorro, decidido a salvar a África y pedir a sus súbditos las fuerzas que necesitase para librar de su enemigo a sus correligionarios los moros de Toledo.

Joven, casi de la misma edad que Yahía, valiente como él y ansioso de ganar fama de bravo, que sólo se adquiere en los combates, se había puesto en camino para la ciudad sarracena que reclamaba socorro, apenas hubo recibido a los mensajeros del desgraciado hijo de Al-Mamún.  Los reyes moros que encontró a su paso le acogieron con cariño, los pueblos le recibían con respeto y los venerables alfaquíes bendecían su misión; él proseguía inalterable su camino, soñando hazañas que guardasen en las crónocas su nombre y le abriesen de par en par la puerta del Paraíso, por donde entran los valientes que mueren peleando por el Islam.  Yahía le acogió como a su salvación, como acoge el náufrago la débil tabla que el azar pone bajo su mano y que es para él más que la vida porque es la esperanza,  y la esperanza es más que la existencia.  Aunque vestido de duelo por la desgracia que le amenazaba, el pueblo hizo fiestas en honor del africano caballero que iba, llevado sólo de su valor, y su bondad, a ahuyentar del horizonte aquel astro siniestro que de cuando en cuando aparecía por el camino de Madrid, cruzaba los campos precedido del incendio y se perdía luego en lontananza, dejado el luto y la devastación como huellas sangrientas de su paso.  Después de algunos días, pasados entre fiestas y torneos, en que Abul Walid sintió deslumbrados por tanto esplendor sus grandes ojos acostumbrados a la monotonía del desierto, se dispuso a partir para su reino el africano, sabiendo ya las fuerzas que le eran precisas para salir airoso de su empresa.

No obstante, aunque cada vez era mayor su deseo de sustraer el reino toledano a la desgracia que sufría, siempre que el pensamiento de partir venía a su imaginación, una sombra negra, muy negra, se extendía en torno suyo y vestía los campos y el cielo con los tintes sombríos de su tristeza.



Todas las mañanas, cuando el sol le despertaba tocando sus párpados con sus rayos de oro, decidía despedirse de Yahia y partir, para volver cuanto antes; pero conforme el día adelantaba, sentía que poco a poco le abandonaban las fuerzas y, buscando pretextos para engañarse a sí mismo, dejaba para el día siguiente sus preparativos de marcha.  Y es que Abul ya no era el libre caballero que sin otro deseo sino el de ganar nombre y gloria, dejaba el suelo africano para auxiliar  a sus hermanos de España; es que ya comprendía el joven rey que había algo mas que gloria y nombre en el mundo: había visto en la corte de Yahía a la hermana de éste, Sobeyha, y había leído en sus ojos, negros como la noche, palabras divinas, escritas en un lenguaje para él desconocido, y adivinado, en sus labios de fuego y en sus mejillas de rosa y en su cutis de terciopelo, placeres más grandes que los que puso el Profeta en el seno de las huríes.  Abul no había amado jamás hasta entonces; no sabía siquiera lo que esta palabra significaba; pero desde que llegó a Toledo y contempló a Sobeyha, todo la murmuraba en sus oídos: el viento al pasar, las fuentes al correr; la repetían los pájaros en sus trinos, meciéndose en las ramas de los arboles; las flores la bañaban en su perfume, mirándose en las aguas del arroyo.  y dentro de su pecho, algo vago, algo misterioso, algo indefinible se agitaba también, pronunciando la palabra que parecía prometerle dichas sin fin y goces infinitos, y sentía a su alrededor labios que se buscaban y miradas que se confundían.  Y en estos momentos en que solo y perdido en los jardines del palacio pronunciaba el dulce nombre de Sobeyha y el eco, al repetirlo, parecía modular un beso, el espacio era más azul, el ambiente más puro y la naturaleza más hermosa.

Pero era preciso partir; su honor lo prescribía, la tranquilidad misma de Sobeyha lo ordenaba, y haciendo un violento esfuerzo sobre sí, dispuso una noche alejarse al día siguiente, apenas el sol asomase su globo en las colinas.  Y no queriendo partir para su tierra africana sin llevarse una esperanza que le sostuviera en las largas horas de tristeza que iba a pasar lejos de los ojos de su amada, más brillantes que el sol del mediodía, deseó tener una entrevista con la que era desde el primer instante dueña absoluta de sus pensamientos.  Aquella misma noche participó su deseo de partir a Yahía, que le abrazó con efusión y prometió acompañarle largo trecho, pues aún no era época de que volvieran los cristianos, y pretextando cansancio, se retiró a sus habitaciones, desde las cuales descendió al jardín.


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La noche era serena; las sombras se extendían por doquier; todo callaba.  Abul Walid, sumergido en sus pensamientos, hallaba indiferente la blanda alfombra de follaje, esperando que se abriera un lindo ajimez por donde entraban los perfumes del jardín en las habitaciones de Sobeyha y al cual solía ésta asomarse a contemplar la marcha de la luna seguida de estrellas a través del espacio.  Ya llevaba en esto esperando mucho tiempo, cuando oyó un ruido apenas perceptible, giró sobre sus goznes una pequeña ventana ceñida por arabesco marco, y, como una aparición celeste, se presentó a los ojos de Abul la elegante figura de Sobeyha, que dejó escapar un leve grito, más de sorpresa que de espanto, al ver al enamorado caballero.-Nada temas, princesa -le dijo Abul respetuosamente-.  He querido verte una vez más antes de alejarme, y satisfecho mi deseo, parto resignado, ya que no puede ser contento.  Con tu imagen en el alma y con tu nombre en los labios vuelvo a mi patria, y del mismo modo volveré bien pronto a libraros de vuestros mortales enemigos.  Entonces, roto el sello que la consideración pone en mis labios, podré decirte cuanto hoy me callo por ese respeto.  Entretanto, princesa, cuando eleves a Alá tu pensamiento en la oración, no olvides pronunciar mi nombre en ella, para que el dulce rocío de su misericordia descienda sobre mi alma fatigada y me de fuerzas para esperar.

Y sin aguardar la respuesta de Sobeyha, que le escuchaba ruborosa y pensativa, se perdió entre los árboles antes que la princesa musulmana hubiera vuelto en sí de la sorpresa que le causaran las ardientes palabras de Abul.



Transcurrían los días, y sintiéndose heridos de muerte, Yahía y los suyos veían con terror que se aproximaba aquel en que tendrían que postrarse a los pies del ingrato Alfonso en demanda de perdón y misericordia.  Porque con el tiempo perdían su tranquilidad y cada momento se llevaba una ilusión más, dejando en su lugar un nuevo desengaño.  Sordos a sus quejas, los príncipes sarracenos en nada pensaban menos que en darles el socorro que con tanta ansia pedían.  El mismo Abul, que llegó a ser su sola esperanza, el único de quien esperaban auxilio, atendiendo a lo desinteresado de su oferta, no daba muestras de cumplir el compromiso que espontáneamente contrajera.  Desde que partió para su reino, nada había vuelto a saberse de él.  Quién le creía muerto, como los reyes de Zaragoza y de Badajoz; quién le acusaba de ingrato y tornadizo como a Alfonso, el antiguo protegido de Al-Mamún; en una cosa convenían todos: en que no volvería ya; en que, detenido en su país por causas ajenas o dependientes de su voluntad, por haber considerado la magnitud de la empresa que quería realizar o por haber tropezado con obstáculos superiores a sus deseos, había desistido de su generoso empeño y dado al olvido sus amigos de algunos días y su palabra de un instante.


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Había, con todo, en el alcázar una persona que no opinaba de esta suerte; que no podía acostumbrarse a la idea de que era un ser voluble o pusilánime el hombre que había hecho latir su corazón, dormido hasta que él le despertó, y esa persona era Sobeyha, la virgen mahometana que parecía un ángel del Paraíso en medio de la corte de su hermano.  Poseída de admiración hacia el salvador desconocido que el Profeta les deparara, y enamorada de su natural caballeresco y generoso, las simpatías que en un principio concibiera por Abul se afirmaron más y más durante los días que ésta pasó en Toledo; de aquí que aquella noche de verano aromatizada y pura en que la voz del enamorado agareno sonó en su oído como una música deliciosa, más rica en notas de armonía que los cantos del ruiseñor, aquella noche callada en que la Luna y las estrellas aparecían más brillantes, como si fueran luminarias de su amor,, hubiese entregado  su corazón a Abul, haciéndole dueño y señor de su destino.  A la mañana siguiente, oculta tras el ajimez, le vio partir acompañado de Yahía y volverse varias veces para dirigir una mirada llena de ternura a las habitaciones de Sobyha; y entonces ella le miró también,  al encontrarse y chocar las dos miradas en el viento, encendido rubor invadió las mejillas de la princesa y algo como el ruido de un beso llegó a su corazón por sus oídos.

Desde entonces y con el ansia del que aguarda, pasaba Sobeyha los días prestando atención al cuantos rumores llegaban hasta ella, creyendo recibir a cada instante la noticia de que mensajeros de Abul anunciaban su próximo regreso.  Pero pasaba el tiempo, y las noticias no llegaban y los mensajeros de Abul anunciaban su próximo regreso.  Pero pasaba el tiempo, y las noticias no llegaban y los mensajeros no venían, y engañada en sus primeras y más bellas ilusiones, la joven princesa privada de un pecho amigo en quien, depositar sus penas y a quien pedir frases de esperanza con el mismo anhelo con que piden la lluvia las plantas agostadas por el calor, empezó a languidecer poco a poco y se sintió herida de muerte.

Y conforme pasaban los días y adelantaba aquella especie de sitio por hambre, tan tenazmente sostenido por Alfonso, consumíase la existencia de aquella niña que respiraba un ambiente en que no podía vivir.



Sobeyha lo sabía; sentíase desfallecer y preveía que pronto el divino Azrael, arcángel misterioso de la muerte, tendería sobre ella sus negras alas saturadas de tristeza.  Una voz interior le gritaba que Alá, misericordioso, la privaría de ver la ruina de su reino, y en aquellos días tan largos y tan tristes en que todas las tardes veía ponerse el sol como si fuera la última vez que presenciara su caída en el horizonte, sólo un pensamiento conmovía la cárcel de su cerebro, por tantas y tan extrañas fuerzas trabajado: la imagen de Abul.  Algo le decía que no había muerto, que grandes intereses le retenían, a pesar suyo, en su país; pero algo también añadía que cuando viniera, sería tarde para volver a ella la vida y a Toledo la libertad.  Y pensando en esto y consumida por una de esas enfermedades que no tienen nombre en los catálogos de la Medicina, llegó un día en que Sobeyha no pudo levantarse de su lecho.


La corte entera exhaló un grito de terror.  La pobre Sobeyha era muy querida, y en la situación en que el reino se encontraba, su muerte parecía indicar la muerte de su pueblo, a cuyos horrores quería arrebatarla la bondad infinita de Alá.  Yahía, sobre todo, no pudo contenerse y lloró mucho.

Desde el principio los médicos auguraron mal de la enfermedad.  ¿Qué tenía Sobeyha?  No lo sabían; no lo sabían y se limitaban únicamente a marcar los progresos del mal sobre su cuerpo delicado; sus mejillas estaban lívidas, sus ojos hundidos tenían extraña lucidez, su voz era cada vez más débil, su pulso más lento; podía notarse, por instantes, el alejamiento de la vida.
-¿Cuál es su enfermedad? -preguntaba Yahía-

Los doctores bajaban en silencio las cabezas encanecidas en el estudio y declarábanse impotentes para definirla.  Y en el pueblo, que sabía esto, murmuraba:
-¡Alá se la lleva!  Alá no la arrebata porque vamos a perecer y no está airado contra ella.



Una noche, cerca ya de la madrugada, a esa hora en que las sombras y la luz se funden en un beso a lo largo del horizonte, Sobeyha hizo venir a su esclavo Aben, que la servía desde niña, y con voz débil, porque las fuerzas la abandonaban ya, le dijo:
-Voy a morir, Aben; el ángel Azrael viene a buscarme en los rayos de luz que brillan a lo lejos, y agita ya sus alas impacientes; mas antes tengo que hacerte un encargo, que tú cumplirás porque es un encargo mío, y es, además, un encargo de su señora moribunda.  Toledo va a caer en manos de los cristianos, y después que esto ocurra, Abul Walid vendrá con un ejército a salvarla, cuando ya, por desgracia, será tarde.  Te mando que no sigas a mi hermano en su prescripción que te quedes cerca, muy cerca de Toledo, y cuando sepas que Abul viene, salgas a recibirle y le digas que no he dudado de él, que he muerto porque no venía, pero que he muerto esperándole".



Después, cuenta Olavarría, Toledo cayo en manos de Alfonso VI.  Poco tiempo había pasado, cuando Abul, que en su reino había encontrado luchas intestinas, con las que tuvo que luchar, vino sobre Toledo.  Se encontró con que ya no podía remediar a Yahía.  No obstante,, estableció el sitio, creyendo que podría ser ayudado por la población árabe.  Allí recibió una tarde, la visita de Aben, el esclavo de Sobeyha, que le transmitió el encargo de su señora.  Él, lleno de dolor, quiso cumplir la promesa hecha a la mujer amada y juró no levantar el cerco hasta conquistar la ciudad, o morir.  Pasaba muchas horas en una peña, hasta que encontró la muerte.



Se dice que por las noches aún veía el alma del fiel Abul en la peña del Moro.


















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