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Gerberto nació en la Galia (Aurillac), de familia humilde.  Desde muchacho hizo vida monacal en el monasterio de Fleury.  Se despertaba en él dudas e inquietudes filosóficas, que unidas a un excesivo deseo de gloria, hacen germinar en su mente la idea de escapar del monasterio.

Así lo hizo, y pasa a la misteriosa España del medievo, hervidero de infieles y en la que las ciudades de Toledo y Córdoba vive una existencia poblada de hechiceros y embrujos.  Gerberto llegó a la península decidido a agotar la ciencia astrológica y adivinatoria de los árabes españoles.  

Un loco y desmedido deseo de saber y afán de gloria le llevaron en poco tiempo a emular y vencer al propio Tolomeo.  Gerberto era ya un mago.  Con la carga secreta de su ciencia diabólica marchó a Reis.  Allí conoció a una noble doncella y por vez primera sintió en su pecho el fuego de la pasión amorosa.  Su anhelo impaciente se estrelló una y otra vez en la serena indiferencia de la muchacha.  Gerberto alardea, gasta y derrocha.  ¿Qué no hará por quebrantar aquella dura roca?  Se le antojaba inconcebible que pudiera existir un obstáculo insuperable a sus deseos.  En el precipicio de la ruina y la deshonra, Gerberto no vaciló en colocarse en manos de los usureros.  Finalmente cayó en la miseria y conoció el hambre, el desaliento y la desesperación.



Un día, paseaba por un bosque próximo a la ciudad, cuando de repente, descubrió a una joven fascinante, reposada sobre ricas sedas y delante de ella se alzaba un tentador montón de monedas.  Gerberto tuvo miedo y quiso huir.  Le detuvo la voz de la muchacha, que le llamó y le ofreció todas cuantas riquezas pudiera desear si le concedía su amor.
-Soy Meridiana -dijo-.  Dios me ha creado como a ti.  Heme ante tí, a quien quiero y para quien guardé mi virtud.  No hay en mí engaño ni exigencia alguna.

Gerberto dudaba.  Presa de gran turbación, dio al fin, su palabra de esposo, y acercándose a la dama. la besó.  Meridiana le entregó el oro prometido y tras renovar su amorosa fidelidad, Gerberto regresó a Reims y pagó sus deudas.

En pocos días, el mísero Gerberto se convirtió en un magnífico señor: el protector de los desgraciados, el salvador de los tristes.  La doncella le infundió extraordinaria ciencia y abrió ante sus ojos cauces, ideas y horizontes insospechados.

Mientras Gerberto olvida en el amor de Meridiana su fracaso de antaño, se siente de repente la aristocrática muchacha, antes desdeñosa, inflamada en repentina pasión hacia el joven.  El recuerdo de su anterior obstinación y los celos acrecientan en ella el deseo.  No faltó una bienintencionada celestina. 

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Un día que Gerberto reposaba en su jardín, después de comer, se vio sorprendido por el inesperado requerimiento de su antigua enemiga.  Cede un momento, en fugitivo rebrote de su ya, extinguida pasión.  Meridiana simuló estar ofendida y supo sacar partido de las circunstancias, solicitando de Gerberto una promesa formal de unión indisoluble, como prenda de perdón.

A partir de este momento, Gerberto inicia una rápida carrera de triunfos.  Es nombrado sucesivamente, arzobispo de Reims y de Ravena; finalmente, alcanza la máxima dignidad de la iglesia; Gerberto es Papa con el nombre de Silvestre II. 

Es fama que este mago diabólico, este simulador de virtud, jamás en su sacerdocio injirió el Cuerpo y Sangre de Cristo.

Cuatro años habían pasado desde su exaltación al pontificado, cuando Meridiana le anunció que no moriría hasta que no celebrara misa en Jerusalén.  Tal aviso llenó de tranquilidad al inicuo pontífice, que pensó que difícilmente tendría que ir jamás a celebrar misa a Palestina.  Así vivió algún tiempo, beatíficamente inmerso en su horrible pecado. 

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Un día tuvo que ir a celebrar a la iglesia romana de la Santa Cruz de Jerusalén, generalmente conocida por Jerusalén.  Ante él surgió la faz hermosa y alegre de Meridiana, que mostraba su contento al ver llegada la hora fatal.  Recordó Gerberto, y sobre su recuerdo se agolparon en un momento la consideración de la astucia demoníaca de Meridiana y la inutilidad de la ciencia humana.  Se representó a su vista la magnitud infinita de su culpa y la insoslayable justicia de Dios.  Llamó a los cardenales, clérigos y pueblo, y confesó su pecado públicamente.

Un estremecimiento sacudió a las gentes a la vista del sacrílego.  Gerberto no sentía la muerte, que ya se acercaba; su vida era más intensa que nunca, traspasada de divino temor y de cristiana humildad.  Su penitencia conmovió a todos.  Por fin murió Gerberto y fue enterrado en San Juan de Letrán, en magnífica arca de mármol, la cual, al decir de la leyenda, trasuda constantemente agua.  En general, la gente admitió que Gerberto se había salvado


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