EL CASTILLO DE LA SELVA #Leyenda #Francia #hechizo #traición #obsesión
Imagen de Susann Mielke en Pixabay
En el monte Canigó hay un estanque en cuyo fondo, según cuenta la leyenda popular, en los días claros, al atardecer, se ven las ruinas de un soberbio castillo. También se dice que en las noches de luna, si se echa en el estanque una piedra, las aguas se arremolinan y se oyen gritos pavorosos, al tiempo que sale de él una espesa humareda.
Todo esto sucede porque en un tiempo muy lejano, en el lugar donde hoy está el estanque, se alzaba una fortaleza que llevaba el nombre de Castillo de la Selva, por estar rodeado de un soberbio bosque de abetos, ligados entre sí por madreselva.
Este bosque estaba poblado de demonios, que dominaban aquellas tierras con su poder maléfico, por lo cual la selva que rodeaba el castillo tenía el nombre de Selva Roja.
En la cumbre del Canigó habitaban las hadas, llamadas por aquellos contornos las "buenas mujeres", que se esforzaban el aliviar de la maléfica influencia de los ocupantes de la Selva Roja a los habitantes del país.
Los señores del castillo no tenían herederos. Todos los hijos habían muerto al nacer. Hacía ya algunos años que desesperaban de llegar a tener descendencia, cuando tuvieron una niña preciosa.
Temerosa la condesa de que la muerte se la llevara, como a sus hermanos, llamó a las "buenas mujeres" para que la protegieran y la colmaran sus gracias.
Acudieron ellas y dijeron a la condesa que la protegerían, a condición de que les prometiera que, colgada del cuello, pondría a su hija una cruz de esmeraldas que ellas le entregarían. Mientras la niña llevara aquella cruz, los demonios no podrían entrar en la Selva Roja y serían ellas las que reinarían en el país.
Pero el día en que Edelina -así se llamaba la niña- se quitara la cruz del cuello, el poder de las "buenas mujeres" caería, y los demonios entrarían en el bosque, otra vez.
Creció Edelina y llegó a ser la más hermosa doncella que jamás se hubiera visto en todo el Canigó. Se casó con un apuesto joven, que murió al poco tiempo en una batalla, dejando viuda a la bella y joven Edelina de la Selva.
Vivía en el valle un joven músico llamado Gotardo, que tocaba el violín de una manera maravillosa. Los señores de los contornos solicitaban siempre su concurso cuando daban fiestas o bailes en sus casas. Pero este artista era, al mismo tiempo, un hombre solitario, por el hecho de ser jiboso y deforme, y porque alejaba de sí, por su gran fealdad, a todas las mujeres.
Él era afectuoso y dulce por temperamento. Siendo bueno de condición, no comprendía por qué se apartaban todos de él. No pensaba que su fealdad pudiera ser un motivo, porque él no apreciaba en los demás la belleza, sino la bondad.
Una tarde estaba sentado a la orilla del bosque cuando se acercó a él un paje y le dijo que iba en su busca, de parte de Edelina de la Selva. Había terminado el tiempo de su luto, y al día siguiente pensaba dar una fiesta para abrir de nuevo sus salones.
Gotardo prometió ir. El paje le advirtió que se presentara con bellas galas y muy buen aspecto, y que procurara que su violín sonara mejor que nunca. Edelina de la Selva pagaba espléndidamente a quien le servía bien, pero entregaba al verdugo a aquellos de quien quedaba descontenta.
Llegó la hora de presentarse al Castillo de la Selva, y Gotardo llegó con su violín bajo el brazo. Empezó la fiesta, y el músico se dio cuenta , maravillado, de que nunca había visto tan ricos salones, tantas mujeres bellas ricamente ataviadas, ni tantos apuestos caballeros como los que ahora pasaban ante sus ojos.
De pronto, entre toda la gente que había en el salón, vio Gotardo a una mujer de tan extraordinaria belleza, que con ninguna se la podía comparar. Gotardo quiso saber quién era, y el director de la orquesta le dijo que era la señora de la casa: Edelina de la Selva.
Desde aquel momento, ya no pudo el músico tañer su violín en paz. Sus ojos no podían apartarse de Edelina. La seguían por todas partes, espiando sus menores movimientos. Sus oídos se aguzaban para poder escuchar el sonido de su voz, la alegría de su risa.
Quería esmerarse en su arte, para llamar la atención de la dueña de la casa; pero ésta estaba por completo entregada a un joven que bailaba con ella.
En aquel momento sintió Gotardo, por primera vez en su vida, toda la amargura de su fealdad. El joven con quien bailaba Edelina era hermoso y apuesto. Su elevada figura se destacaba entre todas por su gallardía y la riqueza de sus vestidos.
También por primera vez en su vida sintió en su corazón el aguijón de los celos. Sentía que se había enamorado perdidamente de Edelina, y ésta no tenía ojos más que para mirar a aquel joven vestido de blanco y azul -los colores preferidos de la dueña del castillo-, ni oídos más que para escuchar las palabras de su galán, y que Gotardo sentía resonar en su corazón, como si le clavaran puñales.
Tan distraído estaba mirando a Edelina que no tocaba a tiempo, ni seguía el compás, y ello de tal manera, que el director de la orquesta lo echó de la sala.
Apenado, el pobre músico, porque de este modo dejaba de ver a la que ya adoraba, salió al bosque y anduvo errante por él hasta llegar a su linde. De pronto notó que se había extraviado. No conocía el lugar en que se encontraba. La noche había cerrado, y Gotardo comprendió que no sabría de ninguna manera volver a su casa.
En vano escudriñó en la oscuridad para ver como orientarse. No conocía nada de cuanto le rodeaba. Pensó que quizá le convendría llamar en su auxilio a Chiridirelles, el demonio que orientaba a los que se perdían. Pero no estaba muy seguro de si exigía, a cambio, el alma, y él no se sentía dispuesto a darla.
No había hecho más que pensar en Chiridirelles, cuando éste se presentó ante él. Gotardo negó haberle llamado; pero el Maldito alegó que el solo hecho de pensar en él bastaba. Además, había entrado en sus dominios, al salir de la selva.
Le habló entonces Chiridirelles de Edelina, y Gotardo confesó que estaba perdidamente enamorado de ella. Le preguntó el diablo que daría por conseguirla. Gotardo que dudaba primero en llamarle, por miedo a que le exigiera la entrega de su alma, dijo que estaba dispuesto a dársela a cambio del amor de Edelina.
Chiridirelles se echó a reír, y dijo que nadie le pedía el alma ni para nada la quería. No tenía valor ninguno el alma de un pobre diablo como él. Lo que él quería era otra cosa, a cambio de la cual le daría belleza, aquella que tanto había envidiado aquella misma noche. Le daría todo cuanto quisera, y a Edelina además, si cumplía las instrucciones que le dijera.
Dudaba Gotardo de que pudiera conseguir a la dueña del castillo, al recordar como miraba al caballero vestido de blanco y azul, y se lo dijo a Chiridirelles. Este rió más alto, y le hizo asomar a las aguas de un pequeño lago que había allí cerca. En ellas, como en un espejo, vio Gotardo al caballero, el galán de Edelina, que salía del castillo acompañado de otros tres. Se fueron a un claro del bosque, y el caballero se batió con otro, resultando muerto el galán.
Gotardo se horrorizó de momento; pero en el fondo se alegró de la muerte de aquel hombre que le robaba el amor de Edelina.
Chiridirelles entonces, volvió a insistir, diciéndole si estaba dispuesto a seguir en todo sus instrucciones para obtener como recompensa el amor de Edelina. El pobre hombre no pudo ya resistir más la tentación, y pidió las instrucciones que el diablo tuviera que darle para conseguir a aquella mujer tan codiciada.
Chiridirelles le dijo que Edelina llevaba colgada del cuello una cruz de esmeraldas. Aquella misma noche debía quitarle Gotardo la cruz del cuello y echarla al fuego. Nada más le pedía.
Gotardo así lo prometió, y entonces Chiridirelles le tocó con su varita, y Gotardo sintió una sensación rarísima por todo su ser. Miró al fondo del lago y se vio convertido en el joven que acababa de morir en el duelo.
Le preguntó a Chiridirelles cómo podría llegar hasta Edelina aquella misma noche, y éste le entregó un anillo de oro con una gruesa esmeralda. Era aquél el anillo que Edelina había entregado al joven vestido de blanco y azul, y con el cual le serían abiertas todas la puertas del castillo.
Se puso Gotardo el anillo en el dedo, y, loco de alegría, fue a dar las gracias al diablo, pero éste ya había desaparecido.
Se dirigió al castillo. Andaba con aire arrogante, y cuando llegó al puente, enseñó al guarda el anillo de Edelina, y en el acto le abrieron la puerta. Llegó a sus habitaciones y ésta, convencida de que era el joven con quien había bailado toda la noche, le dejó sitio junto a ella en el diván en que se hallaba descansando.
Mientras hablaban tiernamente, le cogió disimuladamente Gotardo la cruz de esmeraldas que llevaba pendiente del cuello con una cadena, y la echó al fuego.
En el mismo instante, un rayo hendió el castillo, que ardió en llamas. Gotardo tomó en sus brazos a Edelina, y asegura la leyenda que pudieron salvarse; pero el palacio fue hundiéndose en la tierra, y en su lugar fue brotando el agua, hasta cubrirlo. Hoy, como cuenta la leyenda, a través de sus aguas se ven las ruinas del castillo de Edelina de la Selva.
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