LAS ABEJAS DEL TAMBOR #leyenda #belgica #trampas #engaño
En un regimiento había una vez un soldado llamado Donato, que tenía como única obligación tocar el tambor. Era un holgazán y un pillo, que no servía para otra cosa; pero esto de tocar el tambor lo hacía a las mil maravillas.
Tenía pocas simpatías entre sus compañeros, porque se pasaba la vida gastándoles bromas, que a veces resultaban, más que divertidas, crueles.
Un día en que estaba con un grupo de soldados jugando a las cartas, le descubrieron haciendo trampas.
Inmediatamente le llevaron ante el capitán. Éste, que ya estaba harto de todas sus pillerías, lo expulsó del regimiento. Donato lloró y suplicó; pero no consiguió el perdón.
-Capitán, me iré, como deseáis; pero concededme un último favor; permitidme llevar este tambor. Desde chico llevo tocándolo, y con él podré ganarme la vida.- El capitán accedió.
Salió de la ciudad y anduvo largo rato, hasta que se sintió cansado. Sentándose sobre el tambor, se puso a pensar cómo pasaría la noche y qué comería, pues no tenía ni un céntimo. Al fin, decidió dormir en el bosque. Al día siguiente, después de haber descansado, ya pensaría de qué iba a vivir en adelante.
Mientras buscaba un acomodo para pasar la noche, vio colgado de un árbol un enjambre de abejas.
-¡Vaya un buen fruto!- dijo riendo.
Lo arrancó y lo metió cuidadosamente dentro de su tambor, diciendo:
-Esto trae suerte.
No encontraba sitio donde tumbarse, cuando le pareció ver a lo lejos la luz de una casa. Pensando que quizá allí le darían para dormir algo más blando que el duro suelo, se acercó y llamó.
Le abrió una mujer de aspecto desagradable, y cuando se enteró de lo que deseaba, lo despachó diciendo:
-¡Fuera , fuera! ¡No queremos aquí soldados!
Donato, sin saber qué hacer, se dedicó a buscar un rincón para echarse a dormir, cuando de pronto vio un gran montón de leña apilada junto a la casa. Se subió a él y pudo saltar a una ventana del desván que se encontraba abierta. Una vez dentro, decidió pasar allí la noche. Se tumbó en el suelo, y pronto notó un agradable olor a comida. Por una rendija de la madera pudo ver la cocina, pues la habitación donde estaba caía justo encima de ésta.
La mujer preparaba la cena y a Donato se le hacía la boca agua al ver un jarro de vino, pan blanco y buenos trozos de carne. Estaba espiando todo aquello, cuando se oyeron unos golpes en la puerta.
La mujer salió a abrir, y luego regresó a la cocina acompañada de un hombre vestido con un largo capote. Era su sobrino, el alguacil del pueblo, a quien el marido no podía ver ni en pintura. Siempre que venía a ver a su tía, tenía que ser con cuidado de no encontrarlo en casa, pues si no, la riña era segura. La tía quería muchísimo a su sobrino, y siempre procuraba darle una buena comida cuando venía a verla.
Entonces, como el marido estaba en el campo y aún tardaría en volver, se dispuso a prepararle un gran almuerzo. Le hizo sentarse y le sirvió pan blanco, vino y pollo con tocino. El sobrino, encantado, brindó a su salud y se dispuso a meter mano a todo aquello.
No había probado bocado todavía, cuando se oyeron golpes en la puerta. Era, sin duda, el marido, que ya volvía a casa. La mujer, asustada, escondió todo aquello y le propuso a su sobrino que se ocultara en el arca, y él, atemorizado, obedeció. Mientras tanto, el marido no se cansaba de dar golpes. Al fin, después de haberlo recogido todo, la mujer salió a abrirle.
-¿Por qué tengo que estar dos horas llamando? -gruñó el marido.
-Estaba en la despensa, ocupada, y no te he oído llamar -contestó ella, temblando.
Pidió enseguida de comer, pues venía hambriento. La mujer le propuso que se acostara sin tomar nada; ella aún no había empezado a hacer la cena, y tendría que esperar.
-Esperaré; tengo mucha hambre y no me apetece irme a la cama en ayunas -dijo él.
Mientras ella se disponía a hacerle una sopas de ajo, se oyó un ruido extraño en el desván. El hombre subió a ver quién era, y se encontró a Donato tumbado. Como en el fondo era compasivo, al saber que se había refugiado allí porque no tenía donde pasar la noche, le invitó a bajar con él a la cocina para calentarse y tomar algo.
Donato colocó el tambor debajo de la mesa y se acomodaron junto al fuego. Pronto la mujer les sirvió la cena, que consistió en unos trozos de pan moreno y un tazón de leche.
Donato colocó el tambor debajo de la mesa y se acomodaron junto al fuego. Pronto la mujer les sirvió la cena, que consistió en unos trozos de pan moreno y un tazón de leche.
Donato empezó un monólogo misterioso:
-Hay pollo y vino para el alguacil; pero para el labrador y su huésped no hay más que pan negro y leche aguada. -Y dio una patada al tambor.
El hombre, asombrado, preguntó:
-¿Pero qué decís?
-Nada, nada -respondió el soldado-. Es mi oráculo.
-¡Es maravilloso! Y ¿Qué os dice el oráculo?
-El oráculo dice que mientras nosotros no tenemos más que leche para beber, detrás del arca hay un jarro con vino.
El hombre se echó a reír, diciendo que lo que más deseaba entonces era un vaso de vino, y mandó a su mujer que mirara detrás del arca a ver si aquello era verdad.
Azorada, y a la vez encolerizada, la mujer se dirigió al arca, y volvió con el jarro de vino.
-Bebamos a la salud del oráculo -dijo el marido alegremente-. ¿No podría decir algo más nuestro oráculo? -preguntó.
Donato respondió afirmativamente, y volvió a golpear con fuerza el tambor, y de nuevo las abejas zumbaron dentro. Fingiendo escuchar aquél ruido, Donato permaneció un rato ensimismado, y dijo después:
-El oráculo asegura que si vuestra mujer mira en la despensa, encontrará un pollo con tocino, que nos puede servir de cena.
-¡Qué maravilla! -exclamó el labrador-. ¡Corre, corre a la despensa, a ver si es verdad!
Efectivamente, la mujer volvió con el pollo y el tocino y lanzó una furiosa mirada a Donato. Se comieron hasta los huesos, y luego que hubieron terminado, el hombre le pidió al soldado que hiciera hablar de nuevo al oráculo.
-Bien; lo haré, pero ésta vez no se le puede interrogar más que tres veces al día -contestó.
Y comenzó a tocar fuertemente el tambor. El marido escuchaba alegremente, mientras que la mujer estaba pálida de miedo. El soldado, poniendo una cara muy de circunstancias, comenzó a hablar:
-¡Ah, esto es serio! Mi oráculo dice que dentro de esta arca hay un demonio escondido.
-¿Un demonio? -exclamó el hombre.
-Si. Pero no os alarméis, abrid las puertas y todas la ventanas, y luego venid a mi lado.
Lo hicieron como había ordenado, y el soldado se acercó al arca y la abrió. El alguacil, aterrorizado, salió corriendo hacia la puerta, embozado en su negro capote.
Fue una aparición tan rápida, que el labrador no pudo verle más que los talones. Después que se tranquilizaron, se fueron a descansar; pero Donato no podía dormir de la risa.
A la mañana siguiente, el hombre le propuso comprarle el tambor para poder seguir oyendo aquel oráculo.
-Os doy cien monedas de oro por él. -dijo.
-Como habéis sido tan amable conmigo, no puedo negároslo -le respondió Donato, y recibió las cien monedas de oro por el tambor-. ¡Ah!, olvidaba deciros lo más importante -añadió- para comprender fácilmente lo que a través del tambor dice el oráculo, deberéis todos los días, a las nueve en punto, sentar a vuestra esposa en el suelo, después de haberle cubierto la cara y los hombros con miel y haberle vendado cuidadosamente los ojos. Dejad junto a ella el tambor destapado, y esperad en una habitación cercana, aproximadamente una hora. Cuando haya pasado ese tiempo, volved a tapar el tambor y golpeadlo con fuerza. Ya veréis como lo comprendéis enseguida.
-Gracias, soldado- exclamó, agradecido el hombre.
-De nada, de nada -respondió Donato, y se alejó canturreando, con sus cien monedas en el bolsillo.
No lejos de allí se encontró a un labrador arando su tierra. El hombre, fatigado, se secaba el sudor. Donato le propuso ayudarle un rato en el trabajo:
-Descanse un poco; yo llevaré el arado. Cambiémonos de traje, porque si no, ensuciaré mi uniforme.
Y haciéndolo como había dicho, se puso las ropas del labrador, y éste las del soldado.
-Tomad una moneda para que podáis ir a la taberna a echar un trago, mientras yo trabajo -añadió Donato.
Pronto se quedó solo y comenzó a labrar. No había pasado mucho tiempo, cuando oyó un fuerte galopar por el camino. Un hombre corría a caballo, como perseguido por el diablo. Era el labrador a quien vendiera el tambor. Al ver a Donato, se detuvo, sin reconocerlo, y le preguntó, encolerizado:
-¿Habéis visto pasar por aquí un soldado?
-Si, si, señor -contestó-. No hace mucho que pasó por aquí.
-¿Qué camino ha tomado?
-Se internó por el bosque, por un atajo difícil de seguir si no conocéis bien el terreno. Pero yo conozco esto muy bien, y si me prestáis vuestro caballo, podré dar con él y traéroslo.
-De acuerdo -dijo el labrador-. Tengo ganas de echarle la mano encima. Es un truhan que me ha sacado cien monedas de oro, y por su culpa mi mujer está ahora medio muerta, a causa de las picaduras de unas abejas. Tomad mi caballo y traédmelo vivo o muerto.
Donato subió rápidamente al caballo que le ofrecía, y en seguida desapareció entre el polvo del camino.
No había pasado un rato, cuando el hombre vio llegar por el camino un soldado que andaba tambaleándose. Era el labrador anterior, que había bebido algún vaso más de lo debido. Inmediatamente, creyendo reconocer al pícaro estafador, se lanzó sobre él y le dio una buena paliza, sin hacer caso de los gritos y quejas que lanzaba el infeliz.
-Os doy cien monedas de oro por él. -dijo.
-Como habéis sido tan amable conmigo, no puedo negároslo -le respondió Donato, y recibió las cien monedas de oro por el tambor-. ¡Ah!, olvidaba deciros lo más importante -añadió- para comprender fácilmente lo que a través del tambor dice el oráculo, deberéis todos los días, a las nueve en punto, sentar a vuestra esposa en el suelo, después de haberle cubierto la cara y los hombros con miel y haberle vendado cuidadosamente los ojos. Dejad junto a ella el tambor destapado, y esperad en una habitación cercana, aproximadamente una hora. Cuando haya pasado ese tiempo, volved a tapar el tambor y golpeadlo con fuerza. Ya veréis como lo comprendéis enseguida.
-Gracias, soldado- exclamó, agradecido el hombre.
-De nada, de nada -respondió Donato, y se alejó canturreando, con sus cien monedas en el bolsillo.
No lejos de allí se encontró a un labrador arando su tierra. El hombre, fatigado, se secaba el sudor. Donato le propuso ayudarle un rato en el trabajo:
-Descanse un poco; yo llevaré el arado. Cambiémonos de traje, porque si no, ensuciaré mi uniforme.
Y haciéndolo como había dicho, se puso las ropas del labrador, y éste las del soldado.
-Tomad una moneda para que podáis ir a la taberna a echar un trago, mientras yo trabajo -añadió Donato.
-¿Habéis visto pasar por aquí un soldado?
-Si, si, señor -contestó-. No hace mucho que pasó por aquí.
-¿Qué camino ha tomado?
-Se internó por el bosque, por un atajo difícil de seguir si no conocéis bien el terreno. Pero yo conozco esto muy bien, y si me prestáis vuestro caballo, podré dar con él y traéroslo.
-De acuerdo -dijo el labrador-. Tengo ganas de echarle la mano encima. Es un truhan que me ha sacado cien monedas de oro, y por su culpa mi mujer está ahora medio muerta, a causa de las picaduras de unas abejas. Tomad mi caballo y traédmelo vivo o muerto.
Donato subió rápidamente al caballo que le ofrecía, y en seguida desapareció entre el polvo del camino.
No había pasado un rato, cuando el hombre vio llegar por el camino un soldado que andaba tambaleándose. Era el labrador anterior, que había bebido algún vaso más de lo debido. Inmediatamente, creyendo reconocer al pícaro estafador, se lanzó sobre él y le dio una buena paliza, sin hacer caso de los gritos y quejas que lanzaba el infeliz.
Después de haberlo apaleado, le examinó detenidamente el rostro, y cuál no sería su sorpresa al reconocer que no era el verdadero soldado, al que buscaba, sino un paisano y amigo, labrador también como él.
Malhumorado, se marchó a su casa, pensando en su dinero y en su caballo perdidos y en la indignación de su mujer.
En cuanto a Donato, disfrutó felizmente de aquel dinero y siguió arrastrando, ayudado por su ingenio, aquella pícara vida.
Malhumorado, se marchó a su casa, pensando en su dinero y en su caballo perdidos y en la indignación de su mujer.
En cuanto a Donato, disfrutó felizmente de aquel dinero y siguió arrastrando, ayudado por su ingenio, aquella pícara vida.
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