EL AVISO DEL MUERTO #LEYENDA #ESPAÑA #frivolidad #miedo #arrepentimiento
Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay
A mediados del siglo XVI, habitaba en Madrid, en la calle del Príncipe, un rico banquero con su hija llamada Prudencia Grillo. Por su belleza y porte llegó a ser la reina de todas las fiestas que se celebraban en los salones de la Corte. Sus éxitos la envanecieron de tal modo, que supeditó todos sus anhelos a seguir siendo la mujer más hermosa y atrayente de Madrid.
Los más nobles caballeros estaban enamorados de ella y eran manejados a su antojo, martirizándolos con su refinada coquetería, enfrentándolos en discordias y duelos que para ella eran nuevos triunfos. Cifraba su felicidad en mantener encendido el fuego de su amor en el corazón de varios amadores, dispuestos a dar su vida por la hermosa, sin que en su corazón hubiera dado entrada a ninguno, indiferente a los sentimientos de amor.
A su magnífica mansión acudían los más ilustres varones de la época, haciendo de sus reuniones un verdadero centro de cultura y de arte, presidido por aquella diosa del amor.
Uno de los que acudían asiduamente a sus brillantes reuniones era un noble caballero que, perdidamente enamorado de la coqueta, sufría con sus juegos amorosos, y desesperado ante el enigma de aquel frío corazón, que él no llegaba a comprender, decidió olvidar sus penas en la guerra, dando su nombre en la Armada Invencible de Felipe II contra Inglaterra.
Con el corazón destrozado se despidió de la bella, dispuesto a buscar la muerte, ya que no había logrado encontrar su amor. Ella sintió de veras tener que separarse de aquel fiel amador, el único quizá que en sus coloquios amorosos había hecho vibrar las fibras de su corazón y conseguir que de sus ojos brotaran temblorosas lágrimas. Le manifestó que deseaba tener noticias suyas. Pero a los soldados les estaba terminantemente prohibido comunicarse con nadie durante las campañas. Sólo a su vuelta podía verle, o si moría, podía anunciarle su muerte, desde la tumba agitando con su invisible mano los damascos de sus habitaciones.
Apenas se despidieron, y él partió.
Pasaron los días, y halagada la dama por sus admiradores, olvidó pronto al caballero de la guerra y se entregó a sus continuos afanes de triunfo, soñando con nuevos atavíos con que lucir su belleza, que hacía enloquecer a los caballeros y morir de envidia a las damas.
Transcurrido un año, y uno de estos días triunfantes volvía a su casa con su vanidad satisfecha se contemplaba en los espejos de su habitación, convencida de que no existía para ella rival, vio en el espejo que las cortinas se movían solas. Sobrecogida de espanto, recordó la despedida del caballero y pensó en su aviso de muerte. Intentó dominarse, queriendo creer que quizá el viento...fuera la causa...y se asomó a la ventana para serenarse con la frescura de la noche, pero no lo lograba; un sudor frío cubría su frente, y casi enferma, cerró bien la ventana y se acostó. Pero al poco rato sintió un ruido seco, como de abrir y cerrar los cajones de su escritorio; se incorporó, y entonces no pudo contener un agudo grito de espanto, al ver agitarse las cortinas de su lecho por la mano invisible del muerto, mientras una sombra cruzaba por la estancia.
El caballero cumplía así la promesa de anunciarle su muerte. Ella, lo imaginaba pálido y ensangrentado por culpa de su amor. Luego supo que aquel mismo día se perdió la Armada Invencible.
Profunda impresión causó en aquella frívola mujer el aviso de ultratumba, haciéndole sentir la vanidad de su vida y el humo de sus ilusiones. Como por encanto fueron desapareciendo en ella sus afanes de lujo, de soberbia y ostentación, encontrándose desnuda de galas y adornos, para comparecer ante Dios.
Con el deseo de recuperar una vida perdida y embellecer su alma se entregó a la oración. Un día creyendo oír la voz divina que la llamaba a penitencia para expiar sus pecados de orgullo, decidió amar la caridad a sus semejantes necesitados y renunció a todos los placeres mundanos, consagró su vida tomando el hábito del convento de Santa Isabel, que entonces era una pobre casa, que la fortuna de Prudencia convirtió en un espléndido edificio, destinado a ejercer la caridad con los pobres, dando su nombre a la calle.
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