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LOS SIETE SIMEONES #LEYENDA #RUSIA #campesino #hábilidades #secuestro #dinero



Imagen de anvel en Pixabay 




Éranse una vez un viejo y una vieja que vivían en medio de los campos.  Llegada su hora, el hombre falleció, pero al poco tiempo, la mujer trajo al mundo a siete gemelos, y a los siete les puso el nombre de Simeón.  Fueron creciendo y creciendo, todos iguales de cara y de porte.  Los siete salían cada mañana a trabajar al campo.

Acertó a pasar un día el zar por aquel sitio.  Le pareció, desde el camino, que allá lejos estaban arando unos siervos (¡eran muchos para que se tratara de la parcela de un campesino!) y él sabía a ciencia cierta que por allí no había tierras señoriales.  

Envió a su mozo de cuadras a enterarse de qué gente era aquella que estaba arando, de dónde eran, cómo se llamaban, si pertenecían al zar o a un terrateniente, si eran aldeanos o braceros...  Llegó el mozo hasta ellos a preguntarles:
-¿Quiénes sois y de dónde?  ¿Cómo os llamáis?
-Somos los siete Simeones gemelos.  Nuestra madre nos parió de una vez.  Nacimos aquí y estamos arando la tierra que fue de nuestro padre y de nuestro abuelo.

El mozo volvió donde el zar y le contó todo, tal y como se lo habían contado a él.
-¡Nunca había escuchado una cosa tan asombrosa! -exclamó el zar, y en seguida mandó recado a los siete Simeones gemelos de que los esperaba en palacio para el servicio y los mandados.

Los siete se pusieron en camino, hasta que llegaron a los reales aposentos.
-Ahora vais a explicarme -dijo el zar cuando estuvieron en fila delante de él- cuáles son vuestras habilidades y qué oficio tiene cada uno.
-Yo -dijo el mayor adelantándose- puedo forjar una columna de hierro de cuarenta metros  de altura.
-Yo -dijo el segundo- puedo plantarla en la tierra.
-Yo -dijo el tercero- puedo trepar por ella y, desde arriba, mirar alrededor hasta muy lejos y ver lo que ocurre en el mundo.
-Yo -dijo el cuarto- puedo construir un barco que lo mismo ande por el agua que por la tierra.
-Yo -dijo el quinto- puedo comerciar con toda clase de mercaderes por tierras extrañas.
-Yo -dijo el sexto- puedo sumergirme en el mar con el barco, la gente y las mercaderías, navegar bajo el agua y volver a salir a flote donde sea preciso.
-Yo - dijo el séptimo- soy ladrón.  Puedo robar lo que me guste.
-Ese oficio no lo permito en mi reino -contestó muy enfadado el zar al séptimo de los Simeones-.  Te doy tres días de plazo para que abandones mis dominios y te marches a donde quieras.  En cuanto a los demás Simeones se quedarán aquí.

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El séptimo Smeón se puso muy triste al escuchar las palabras del zar, sin saber qué hacer ni a dónde ir.  Pero, precisamente por entonces, se había enamorado el zar de una linda princesa que vivía más allá de las montañas grises y de los mares azules, y no lograba conquistarla para casarse con ella.  Entonces, los nobles y los generales pensaron que un ladrón podría venirles bien para raptar a la linda princesa y le rogaron al zar que, de momento, dejara allí a Simeón el ladrón.  Después de reflexionar un poco, el zar ordenó que se quedara.

Al día siguiente, el zar reunió a los nobles, a los generales y al pueblo entero, y ordenó a los siete Simeones que hicieran una demostración de sus habilidades.  Sin perder tiempo el mayor de los Simeones, forjó una columna de hierro de cuarenta metros de altura.  El zar ordenó a sus gentes que la plantaran en tierra, pero no lo consiguieron.  Entonces, le dijo lo mismo al segundo Simeón. Al instante él, levanto la columna y la plantó en la tierra.  Entonces el tercer Simeón trepó por ella, y desde arriba contempló hasta muy lejos lo que pasaba por el mundo.  Vio mares azules, con muchos barcos como puntitos, vio pueblos, ciudades, gentes..., pero no descubrió a la linda princesa de la que estaba enamorado el zar.  Miró otra vez, más detenidamente, y descubrió sentada junto a la ventana, a la linda princesa, sonrosada, con la piel blanca, tan fina, que se veía correr la médula por sus huesos.
-¿La ves? -gritó el zar.
-Sí.
-Baja en seguida y tráemela.  Arréglatelas como puedas, pero he de tenerla a toda costa.

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Se juntaron los siete Simeones, construyeron el barco, lo cargaron de toda clase de mercaderías, y juntos, se hicieron a la mar.  Hicieron su ruta, entre el cielo y la tierra, hasta que abordaron una isla desconocida.  El menor de los Simeones cogió un gato siberiano amaestrado que había traído.  Era un animalito que sabía hacer equilibrios sobre una cadena, traer las cosas que le pedían y otros muchos trucos graciosos. 

Simeón el ladrón bajó a tierra con su gato siberiano y echó a andar por la isla, después de advertirles a los demás que no bajasen mientras él no volviera.  Andando por la isla llegó a una ciudad y, delante de la ventana de la princesa se puso a jugar en la plaza con su gato siberiano amaestrado, le mandaba traer cosas que le señalaba, saltar por encima de una fusta...

La princesa, que estaba asomada vio al animalito, que no había existido nunca en la isla.  Inmediatamente envió a una de sus criadas a enterarse de qué clase de animal era y si lo vendían.  Simeón escuchó el recado que le traía la joven y linda criada de la princesa y le contestó:
-Este animalito mío es un gato siberiano.  Venderlo, no lo vendería a ningún precio.  Pero si a alguien le gusta mucho, de verdad, puedo regalárselo.

La criada se lo contó todo a la princesa y ésta la mandó de nuevo a decirle a Simeón el ladrón que aquel animalito le gustaba mucho.  Simeón entró en los aposentos de la princesa para regalarle su gato siberiano.  Sólo pidió a cambio vivir allí tres días y probar el pan y la sal de palacio, añadiendo:
-Si lo deseas, linda princesa, te enseñaré a jugar y distraerte con este animalito desconocido, con mi gato siberiano.

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La princesa aceptó, y Simeón el ladrón se quedó en palacio.  Al poco tiempo, se corrió la voz por los aposentos de que la princesa había adquirido un precioso animalito desconocido.  Todo los habitantes del palacio acudieron a contemplar, admirados, al gracioso gato amaestrado.  Todos hubieran querido uno igual, se lo pedían a la princesa pero ella no les hacia el menor caso, ni le cedía a nadie su gato siberiano.  Se pasaba el dá y la noche acariciando su piel sedosa y jugando con él.

Simeón dio orden de que se le agasajara con lo mejor para que se encontrara a gusto, dando las gracias por el pan y la sal, por la buena acogida y todas las atenciones, y al tercer día, rogó a la princesa que fuera a visitar su barco para ver cómo estaba acondicionado y contemplar todos los animales vistos y no vistos, conocidos y no conocidos, que había traído.

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La princesa pidió permiso a su padre y por la tarde, acompañada por sus sirvientas y sus ayas, fue a visitar el barco de Simeón.  Cuando llegó, el Simeón menor estaba esperándola en tierra.  Le rogó humildemente que no tomara a mal el ruego de dejar allí a sus criadas y sus ayas, y subir ella sola al barco.
-Ahí tengo muchos animales diferentes y hermosos.  El que te guste será para tí.  Lo que no puedo hacer es regalarle otro a cada una de las personas que te acompañan.

La princesa aceptó sus explicaciones, ordenó a las criadas y las ayas que la esperaran en tierra, y fue ella sola con Simeón a contemplar aquellos animales extraordinarios y maravillosos.  Apenas pisó la cubierta el barco zarpó y empezó a navegar por el mar azul.

El zar esperaba ya impaciente a su hija cuando llegaron las criadas y las ayas contándole la desgracia que había ocurrido.  Todo furioso, ordenó que salieran detrás de ellos, inmediatamente.  Se aparejó una nave, llenándola de gente, y fueron detrás de la princesa.  A lo lejos se divisaba apenas el barco de los Simeones, ajenos a que los perseguían en una nave real, tan veloz como si tuvieran alas.  ¡Ya estaban cerca!  Cuando los Simeones advirtieron al fin que estaban a punto de alcanzarlos, se sumergieron con la nave y la princesa.

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Navegaron mucho tiempo bajo el agua, hasta que estuvieron cerca de su tierra.  En cuanto al barco que los perseguía, anduvo tres días con sus noches, surcando las aguas, y tuvo que volver como había salido.

Los siete Simeones llegaron a su tierra con la bella princesa.  La orilla estaba totalmente cubierta de gente.  El propio zar esperaba en el muelle, acogiéndoles con gran alegría.  En cuanto bajaron a tierra .la gente gritaba y alborotaba.

Al poco tiempo se casaron. Después de despedirse el zar de los hermanos, les permitió volver a su casa con mucho dinero.





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