FEDERICO II Y EL ARTESANO #leyenda #italia #ingenio
El emperador Federico II, vivió largo tiempo en el sur de Italia, donde dejó un buen recuerdo. Cierto día, en Sicilia, le fue presentado un obrero al que llevaban preso sus soldados, acusándolo de que trabajaba incluso los días de fiesta. Le preguntó el emperador la causa de tanta laboriosidad. El operario supo ponerse a la altura de la selecta y original mentalidad de su soberano y le contestó con esta un sí es no es cabalística respuesta:
-Señor, sabed que cada día gano no más de cuatro sueldos, y que he de gastar otros tantos. Pues de ellos, una parte la devuelvo, de otra doy, malgasto la tercera y disfruto la cuarta. Bien veis, por lo tanto, que no puedo dejar de trabajar ni una sola jornada.
Federico le miró con sorpresa y, no obstante su sutileza mental, hubo de rogar al artesano que se explicara un poco mejor.
-Muy sencillo -se justificó el reo-. La primera parte la invierto en mantener a mi padre; con la segunda hago limosnas; la tercera la gasto en alimentar y sostener a mi esposa, y la cuarta la destino a mi propio sostenimiento.
Quedó contento el emperador de esta explicación y dejó en libertad al ingenioso operario, ordenándole que a nadie, bajo ningún pretexto, revelara tan misteriosa y complicada interpretación, sin haber visto antes la faz imperial hasta cien veces, por lo menos.
Seguidamente llamó a sus sabios y les propuso la difícil cuestión. Todos, hasta el sutilísimo Miguel Scotto, hubieron de rendir sus armas, pues no hallaron medio de resolver el problema. Decididos, sin embargo, a salvar ante el emperador el prestigio de sus esclarecidos intelectos, resolvieron acudir al obrero, el cual se mostró muy conforme, a condición de que fueran previamente entregadas cien monedas de oro.
Les pareció bien la exigencia a los apurados sabios, y le dieron lo que pedía. El listísimo artesano las contó, miró y remiró cuidadosamente y a continuación resolvió, complacido, el enigma. Satisfechos los sabios con la solución, se presentaron al emperador y con hinchado aplomo hicieron gala de su sagacidad. Pero Federico no se dejó engañar y, encolerizado, despidió a los sesudos varones e hizo venir al avisado burlador, que ya tenía bien preparada su excusa:
-Señor -dijo-, no permita el cielo que jamás os desobedezca. Me concedisteis que revelara la solución después que hubiera tenido el honor de contemplar vuestro rostro hasta cien veces. Pues bien: he aquí cien doradas monedas, en cada una de las cuales he tenido ocasión de ver vuestra noble faz, antes de descifrar mi secreto.
Nada pudo objetar Federico y entre enojado y satisfecho, le dejó marchar.
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