LA DAMA BLANCA #Leyenda #España #indiano #matrimonioforzado #muerte
Imagen de Rosa Matilde Peppi en Pixabay
Era el año 1550; el oro venía del Perú en galeones bien custodiados, y acompañando el dulce tintineo, llenos de orgullo y acariciados por doradas esperanzas, también llegaban sus propietarios. Uno de ellos, viejo, encorvado, con los ojos cansados de contemplar tesoros, desembarcaba en Cádiz. Era rico, y con el oro se creía capaz de comprarlo todo, hasta el amor.
Se le hizo largo el viaje a la Villa y Corte, pues recordaba que su amigo el médico del rey quedó tutor de una niña encantadora que ahora tendría sobre los veinte años y soñaba en contagiarse de su juventud contrayendo matrimonio con ella.
Llegó el perulero, habló con el tutor; nada se consultó con la muchacha, aunque algo se le dio a entender de boda inminente. Y una vez todo dispuesto para la ceremonia, el viejo médico llevó a su pupila al Palacio Real. Don Felipe II, siempre le había demostrado afecto, y en esta ocasión le ofreció como regalo de bodas, las trece monedas de oro que iban a servir de arras.
Vino después el banquete, en el que los invitados, obsequiados hasta la saciedad, se tambaleaban en los límites de la embriaguez. Cayó la tarde; los criados encendieron las luces. La novia se había retirado a sus habitaciones, lejos del bullicio. En medio de la noche, cuando el perulero, pensado en su felicidad, comprada con su oro, y a costa de muchas lágrimas de una obediente muchacha, fue a buscarla... No la encontró y alarmado, gritó a los servidores, que recorrieron la inmensa casa, registrando rincones, repasando los salones del banquete, sin el menor éxito, y por último, bajaron a los sótanos.
Allí, en el suelo húmedo, en un aire mohoso, pesado e irrespirable, la encontraron echada. El velo de encaje aún temblaba en su frente. El traje de perlas estaba teñido de rojo. Acercaron los candiles; entre sus manos sostenía el pañuelo bordado; trece monedas de oro, las arras, estaban a sus pies, y un puñal florentino, incrustado con gemas de colores, estaba clavado en su corazón.
Horrorizados, se retiraron en silencio amo y servidores. ¿Quién pudo cometer aquello? ¿Un despechado amante? Aún queda en pie el enigma. Sólo sabemos que de cuando en cuando, en los sótanos de la casa, se oyen gemidos y dicen que alguien ha visto pasear, como un espectro, en las altas horas de la noche, a una dulce mujer, envuelta en velos, haciendo tintinear en sus blancas manos de cadáver las trece monedas de sus arras.
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