POR MANDATO DEL LUCIO #Leyenda #Rusia #campesino #deseos #aventura
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Érase una vez, un pobre campesino que, por mucho que se afanaba y trabajaba, nunca salía de su miseria. "Triste suerte la mía. Me mato diariamente a trabajar y estoy medio muerto de hambre. En cambio, mi vecino, que se pasa la vida tumbado, tiene una gran hacienda y el dinero se le viene a sus manos.
- Quizá haya disgustado a Dios involuntariamente. Voy a pasarme día y noche rogándole para que tenga misericordia de mí - decidió.
Se pasaba los días ayunando, entregado a la oración. Llegó el día de la fiesta mayor, tocaron a misa, y el pobre hombre se dijo:
-Toda la gente celebrará la fiesta con una buena mesa, y yo no tengo ni un bocado que llevarme a la boca. Iré a buscar agua y la tomaré haciéndome a la idea de que es sopa.
Agarró un cubo, fue al pozo, y nada más arrojar el cubo de agua, cayó en él un lucio grandísimo.
-¡Ya tengo con qué celebrar la fiesta! -exclamó el hombre muy contento.
Pero el lucio le habló:
-Devuélveme la libertad, buen hombre, y yo haré tu suerte; verás realizados todos tus deseos. Te bastará decir: "por mandato del lucio, por bendición divina, quiero tal y tal cosa" y aparecerá lo que hayas deseado.
El pobre campesino soltó al lucio en el pozo, volvió a su casa y dijo, sentándose a la mesa:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la mesa esté servida y la comida lista.
Al instante se cubrió la mesa de bebidas y manjares tan exquisitos como para brindárselos sin reparo a un zar. El campesino se santiguó:
-¡Alabado sea Dios! También puedo yo celebrar el final de la vigilia!
Fue a la iglesia a maitines, asistió al oficio de las doce, volvió a su casa, comió y bebió de cuanto había sobre la mesa, salió a la calle y tomó asiento en el banco que había junto al portón.
La hija del zar andaba entonces por las calles, acompañada de sus ayas y sus doncellas, dando limosna a los pobres para santificar la fiesta del Señor. Socorrió a todos, pero se olvidó de aquel campesino. Entonces, él dijo para sus adentros:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que la princesa queda preñada y tenga un hijo.
Por la fuerza de esas palabras, la princesa quedó instantáneamente preñada y, a los nueve meses, dio a luz a un hijo. El padre la interrogó con gran indignación:
-¡Confiésame con quién has pecado! -exigía.
Pero la princesa solo podía llorar y jurar por todos los santos que ella no había pecado con nadie:
-¡No alcanzo a comprender por qué me ha castigado Dios así!
Por más que insistió, el zar no pudo arrancarle otras palabras. Entre tanto, el niño crecía a ojos de todos. A la semana, empezó a hablar. Entonces el zar convocó a todos los nobles y los personajes del reino para ir presentándoselos al niño, por si reconocía a su padre. Pero no, el niño callaba, sin llamar a nadie.
El zar ordenó a las ayas y a las doncellas que llevaran al niño de casa en casa, por todas las calles, para que viera a todos los hombres, casados o no, de cualquier condición que fueran.
Las ayas y las doncellas llevaron a la criatura por todas las casas, por todas las calles, anda que te anda, sin que el niño dijera una palabra. Se acercaron por fin a la casucha del campesino pobre. Apenas le vio el niño, adelantó sus bracitos gritando:
-¡Padre, padre!
Informado el zar, ordenó que condujeran a aquel campesino pobre a palacio, y allí exigió:
-Confiesa la verdad: ¿es tuyo este niño?
-No, que es de Dios.
Indignado, el zar caso al campesino con su hija. Nada más terminar la ceremonia, ordenó que los metieran a los dos y al niño en un gran barril embreado, y que los arrojaran al mar.
Empujado por vientos tormentosos, el barril bogó sobre el mar hasta quedar varado en una costa lejana. Al notar el campesino que el agua no mecía el barril, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que se desbarate el barril en tierra firme.
Se desbarató el barril, ellos salieron a tierra firme y echaron a andar a la buena de Dios. Con tanto andar, sin comer ni beber, la princesa estaba extenuada y apenas podía arrastrar los pies.
-¿Qué? -preguntó el campesino pobre- ¿Sabes ahora ya lo que es el hambre y la sed?
-Si, sí; ya lo sé.
-Pues ya sabes lo que padece la gente pobre. ¡Y tú no quisiste darme una limosna el día de la fiesta del Señor!
Luego murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que aparezca un rico palacio, sin igual en el mundo, con jardines, estanques y todas las dependencias necesarias...
No había terminado de formular el deseo, cuando apareció un rico palacio. Acudieron muchos servidores que los condujeron a las salas de mármol donde esperaban las mesas servidas. Las salas estaban maravillosamente amuebladas y adornadas y las mesas cubiertas de manjares, bebidas y dulces.
El pobre y la princesa comieron, bebieron, descansaron un poco y salieron al jardín.
-Todo estaría perfecto -dijo la princesa- si no fuera porque no hay ni una sola ave sobre nuestro estanque.
-Las habrá, no te preocupes -dijo el pobre, y murmuró-. Por mandato del lucio, por bendición divina, que aparezcan sobre este estanque doce ocas y un ganso con todo el plumaje hecho mitad de plumas de oro y mitad de plumas de plata, y que el ganso tenga una moña de brillantes.
Al instante, aparecieron sobre el agua todo lo que había pedido. De este modo fue viviendo la princesa sin penas ni sufrimientos al lado de su marido, mientras su hijo crecía. Se hizo mayor, notó que rebosaba fuerza, y les pidió a sus padres permiso para recorrer mundo y buscarse una prometida.
-Que Dios te acompañe, hijo -dijeron sus padres.
El joven ensilló su recio caballo y se puso en camino. Al cabo de algún tiempo, se encontró con una viejecilla.
-Hola, príncipe ruso. ¿Hacia dónde vas?
-Pues voy a buscar una novia, abuela, aunque no sé hacia dónde tirar.
-Yo te diré, hijito. Cruza el mar hasta el más remoto de los reinos, y allí encontrarás a una princesita tan linda que no hallarías otra mejor ni aun recorriendo el mundo entero.
El joven le dio las gracias a la anciana, fue al muelle, flotó un barco y puso proa hacia el más remoto de los reinos.
Navegó por el mar, hasta que llegó al reino que buscaba, compareció ante el rey y le pidió la mano de su hija.
-No eres el único que aspira a su mano -le dijo el rey- también la solicita un poderoso noble. Si lo rechazamos, asolará todo el estado.
-Y si me rechazas a mí, lo asolaré yo.
-¿Qué estas diciendo? Mejor será que midáis vuestras fuerzas. Al que venza, yo le concederé la mano de mi hija.
-De acuerdo. Ya puedes invitar a todos los zares , a todos los reyes y los príncipes para que vengan a presenciar una lid honrada y a celebrar la boda.
Emisarios y corredores partieron inmediatamente en todas direcciones y, antes de que transcurriera un año, se habían reunido todos. También acudió el zar, que mandó encerrar a su hija en un barril y arrojarlo al mar. El día convenido, los nobles se alinearon para una lucha que solo podía terminar con la muerte del adversario. Lucharon con valor. Sus golpes hacían gemir la tierra, doblarse los bosques y agitarse los ríos. El hijo de la princesa venció a su adversario, cercenándole la altiva cabeza.
Acudieron los nobles cortesanos, agarraron al valeroso joven por los brazos y lo llevaron a palacio. Al día siguiente, se desposó con la princesa, y cuando terminaron los festejos, invitó a todos los zares y los príncipes allí presentes a que fueran a casa de sus padres. Todos aceptaron, subieron a un barco y se hicieron a la mar.
Cuando llegaron la princesa y su esposo acogieron dignamente a los visitantes, organizando banquetes y festejos en su honor. Todos contemplaron admirados el palacio y los jardines, porque en ninguna parte habían visto nada igual, pero lo que más les maravilló fueron las ocas y el ganso; por una oca de aquellas se podía dar medio reino.
Después de haberlo pasado muy bien, los visitantes se dispusieron a partir, pero antes de que llegasen al muelle, les dieron alcance unos veloces mensajeros.
-Nuestro señor les ruega que vuelvan -dijeron-. Quiere mantener con ustedes un consejo secreto.
Todos volvieron al palacio. Su anfitrión los recibió diciendo:
-Lo que ha sucedido no debía ocurrir entre personas dignas; ha desaparecido una oca, y eso no ha podido hacerlo sino uno de vosotros.
-¿Qué estás diciendo? -replicaron zares, reyes y príncipes- Esa es una afirmación muy arriesgada. Registrarnos uno a uno. Si alguien tiene la oca, haces con él lo que te parezca. Si no la encuentras te costará la cabeza.
-De acuerdo -aceptó el señor del palacio.
Y se puso a registrarlos uno por uno. Cuando le llegó la vez al padre de la princesa, murmuró:
-Por mandato del lucio, por bendición divina, que este zar lleve la oca atada debajo del kaftán.
Le entreabrió entonces el kaftán, y allí estaba atada, una de las ocas que tenía la mitad de las plumas de oro y la otra mitad de plata.. Todos los demás se echaron a reír:
-¡Ja, ja, ja! ¡Que tiempos estos! Incluso los zares empiezan a robar...
El padre de la princesa juraba por todos los santos que ni siquiera le había pasado por la imaginación la idea de robar la oca, y que no se imaginaba cómo podía estar allí.
-¡Eso son cuentos! Si la tenías tú, tú eres el culpable.
Pero entonces salió la princesa, se arrojó a los pies del padre y confesó que era su hija, la que casó con un pobre campesino y luego arrojó al mar metida en un barril.
-Padre, tú no quisiste entonces creer mis palabras, pero ahora has comprobado por ti mismo que una persona puede parecer culpable aunque no lo sea.
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